jueves, 19 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta VI

Con gesto circunspecto acudió su padre a recoger a Fortunato a su salida del hospital. No le habían encontrado ninguna enfermedad grave y sólo le aconsejaban seguir un tratamiento en las consultas ambulatorias.

A penas hablaron en el camino de vuelta. La tensión era palpable. El padre no se atrevía a preguntar por qué lo hizo. Y Fortunato tampoco se atrevía a preguntar por cómo andaban las cosas en casa. Y, lo que más le inquietaba, cómo estaría su amada Jacinta. ¿Qué pasaría a partir de ahora?. Le causaba gran desazón imaginarse vigilado día y noche para evitar encuentros amorosos, o pensar que tampoco la iba a poder llevar a los prados y disfrutar viéndola pacer mansamente. Se sentía tremendamente desdichado. Sólo pensaba en volverla a ver. Clavar otra vez sus ojos en aquella mirada ausente y serena. ¡Ay, si tan solo pudiera pasar la mano por su cabeza!.

Llegaron a la casa y entraron en silencio. Su mujer le recibió con un beso frío, y su madre con un histérico abrazo lleno de lágrimas y babas. Era la hora de comer; por no desairar y por no encrespar más los ánimos con sus manías vegetarianas, aceptó participar del guiso de carne con patatas que había para comer, mientras las dos mujeres se afanaban en servir y recoger la mesa sin ninguna tensión aparente entre ellas. Parecía que el infortunio mantenía fuertemente unidas a las dos antiguas rivales.

Después de comer, su mujer lo llevó a la habitación. “Tienes que descansar”. Fortunato seguía sin atreverse a preguntar por la novilla. Lánguidamente miraba hacia el establo desde la ventana, esperando, impaciente, cualquier señal de que el amor de su vida seguía ahí, esperándole.

Por fin, al final de la tarde, pudo bajar al establo. Lleno de ansiedad la buscó por todas partes. Pero ella ya no estaba allí; solo había un espacio vacío, horriblemente vacío. Su padre, que entraba en ese momento trayendo yerba con la horca, detuvo su labor para decirle un escueto “hubo que quitarla… después de lo que pasó… y, además se puso loca...  mugía a todas las horas y no había quien pudiera dormir en casa”. Se le saltaron las lágrimas al recordar aquellos bramidos lastimeros que oía camino de la ambulancia. 

- ¿Y dónde está ahora? -  Preguntó con voz algo temblorosa. 
- Hubo que quitarla -  Fue toda la respuesta que recibió de su padre.

Entonces le asaltó una  horrible sospecha. Con el corazón en un puño, se dirigió al arcón de congelación. Nada más levantar la puerta se quedó tan petrificado como todo lo que había dentro. Bolsas y bolsas de carne. Ahí estaba su amada Jacinta. Una violenta náusea le hizo apartarse y comenzó a vomitar lo que le quedaba de guiso en el estómago: se habían comido y le habían hecho comer un trozo de ella, de la pobre Jacinta.

Hubo que sacrificarla… no paraba de mugir, esa novilla era el demonio… Es mejor así, entiéndelo, Fortunato - le dijo su mujer que entraba en la antigua bodega ahora convertida en la despensa que albergaba el congelador.

Fortunato cerro la tapa con violencia y empezó a golpearla con los puños a la vez que empezó a llorar con amargura y rabia

- ¡Hijos de puta!... ¡Asesinos!...¡Me cago en dios!
- Deja de llorar, Fortunato, no era más que una puta vaca – le dijo furiosa su mujer. 
- ¡Yo la amaba! ¡Hijos de puta!, ¡asesinos! ¡me cago en dios! ¡Ella también me quería!- Y descargó un rosario de violentos puñetazos contra la puerta del arcón. Entonces levantó los ojos y con una mirada llena de rabia preguntó:
- ¿Fuiste tú?
- ¿El qué?
- Que si fuiste tú la que me la mató – dijo desgañitándose
- No, fue tu padre.
- ¿Mi padre?, ese no mataría ni a una mosca.
- Tu madre se lo pidió.
- ¡Maldita víbora!
- ¡Fortunato! ¡Y también yo estuve de acuerdo!
- Ella me amaba… ella me amaba - vociferaba una y otra vez - ¡asesinos, hijos de puta...!

Y salió corriendo al establo. Revolviendo entre los trastos, encontró la escopeta de su padre. Y también unos cuantos cartuchos. Metió dos en la recámara y un buen puñado al bolsillo.

- ¡Fortunato! - Gritó su mujer al verle salir con el arma en ristre. No le dio tiempo a decir más.

La primera detonación la dejó malherida junto al arcón. La segunda la remató dejando su sesera ensangrentada esparcida por las paredes de la antigua bodega. Cargó la escopeta con otro par de cartuchos.

Otra detonación y su madre quedó seca a la puerta de la despensa, cuando entraba corriendo a ver qué había pasado. Y otro disparo más acabó con su padre.

Fue él mismo quien llamó a la Guardia Civil. Allí les esperaba, sentado delante de la puerta, con la escopeta en su regazo cargada con otros dos cartuchos. Fumando un cigarrillo tras otro.

- No me van a sacar vivo, me cago en dios, no ve van a sacar vivo... Malditos hijos de puta... Mi pobre Jacinta hecha filetes... ¡Me cago en dios!

Y se puso a cantar: 


Por un beso de la vaca daría lo que fuera 
por un beso de ella aunque solo uno fuera 
Por un beso de la vaca daría lo que fuera 
por un beso de ella aunque solo uno fuera 
aunque solo uno fuera 

Y rememoraba aquellos momentos felices junto al amor de su vida. Aquellos lametones y besos de amor, de su vida. De aquella hermosa novilla de piel canela clara, casi blanca.

No hacía honor a su nombre. Nunca tuvo fortuna. Las luces azules se iban acercando a la casa. "No me van a sacar vivo", repetía... Las sirenas se oían cada vez más fuerte. Entonces besó la boca del cañón de la escopeta mordiéndola con firmeza y sin pensarlo más accionó el gatillo, dejando tras de sí una enorme mancha roja con la papilla rosada de sus sesos pulverizados. Aquellos sesos que tanto habían pensado en Jacinta. Aquellos que tanto la habían amado. Aquellos que soñaron y soñarían eternamente con Jacinta.

Don Adrián dejó el periódico sobre la mesa y se frotó el entrecejo. Se le habían quitado las ganas de reír. Y empezaba a preguntarse muy en serio cuánto tiempo más podría aguantar entre tanto animal.

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