domingo, 1 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta I







No tardaría en llegar la Guardia Civil. Ahí les estaban esperando los cuatro: Fortunato, la escopeta y dos cartuchos metidos en la recámara. Con la mirada impasible en el infinito y la escopeta en su regazo. Fumando un cigarrillo tras otro. Si había que salir, lo haría con los pies por delante, no se iba a dejar sacar vivo de ahí, pensaba. Estaba decidido a todo. E iba madurando su plan mirando más allá del horizonte. 

Siendo fieles a la verdad, no se puede decir que Fortunato hubiera hecho honor a su nombre, aunque tampoco lo contrario, pues, hasta ahora, tampoco había tenido grandes infortunios.

Era su vida gris y ramplona como otras tantas en aquella comarca rural. Poca escuela y poco interés en los libros, hasta acabar la enseñanza obligatoria, luego la cuadra, la cuadra, la cuadra y la cuadra. Una docena, a veces larga y a veces corta de vacas de carne, que daban para ir tirando a la economía familiar. Un mono azul marino o verde, unas botas, y al trabajo de cada día. Meter forraje y a sacar estiércol. Ida y vuelta al prado a llevar el ganado a pacer. Algún parto como novedad, venta de novillos para el matadero y vuelta a empezar. Fines de semana de marcha con los amigos, otros jóvenes con el mismo porvenir. Borracheras y galanteos a las mozas, con mejor o peor fortuna, haciendo, o no, gala a su nombre. Y el lunes, otra vez a la cuadra. Y así mes tras mes, un año tras otro, desde que le empezó a salir pelo en el cuerpo. 


Ahora pasaba de los treinta, ya no era un mozo. Así que hubo que ir asentando la cabeza, tal y como tantas veces le habían dicho. Y así lo hizo. Llevaba algo más de un año casado con otra chica de la comarca. Nunca estuvo enamorado, pero la chica era trabajadora y limpia, aunque tenía mucho carácter. Al ser hijo único, tenía el deber de quedarse en la casa, el hogar de sus padres, y los padres de su padre hasta no se qué generación. Y allí llevó a su esposa. 

Entonces se acabó la tranquilidad. Las relaciones entre suegra y nuera eran muy tirantes. Su madre, como señora de la casa, estaba acostumbrada a mandar sin ningún tapujo; era, en fin, quien partía el bacalao en la casa. Con el paso del tiempo, su padre se había hecho obediente y sumiso. Había aprendido a acatar las órdenes de la señora sin discusión. Total, para qué, si siempre tenía que ser lo que ella dijera. Pero la chica no se resignaba al papel de nuera sumisa y obediente. También quería mandar. Y los choques, las grescas y las tormentas tenían la cotidianeidad del pan nuestro de cada día, pero a todas las horas. 
Y el pobre Fortunato siempre en el medio, como el jueves. Como la loncha de mortadela entre las dos rebanadas de pan en un bocadillo. Porque la madre, es la madre, pero la mujer… es la mujer. Y ésta estaba tan enfadada que llevaban unos cuantos meses sin mojar. En lugar de ello, cada noche le ponía la cabeza loca con que si tu madre me dijo esto… que si tu madre me hizo aquello… que si tu madre por aquí, que si tu madre por allá. Enfado, morro y a dormir espalda contra espalda, como los buenos camaradas. La madre, por el contrario, sabía ser mucho más discreta, aunque era una verdadera experta en morder con la boca cerrada. Y cuando lo hacía, mordía como la mejor perra y envenenaba como la peor víbora. 

Entonces, escogió la salida que toda la vida había visto hacer a su padre: una vez acabada la faena, se iba a la cantina donde mataba las horas entre vino y vino esperando con resignación y cierto embotamiento etílico la hora de la cena y la cotidiana monserga de quejas y quejas. Y así una semana, y otra, y otra… Ya le habían salido canas y el pelo cada vez estaba más ralo. Había perdido la juventud y juzgaba que no hacía honor a su nombre.

A penas tenía ilusión en nada. En realidad, había tenido muy pocas ilusiones en la vida. De joven era su coche, que ahora, ya viejo, empleaba su padre para ir a la villa o a la ciudad a hacer compras. Muy pocas ilusiones, sí. Hasta que llegó ella. 

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