“Está
agilipollado”. Esto es lo que un día y otro decía su padre a cerca del
muchacho. Y tenía razón, pues se pasaba los días completamente embobado. Con frecuencia,
su mujer montaba en cólera gritando “no me estás escuchando, no me haces ni puto caso”, y acababa mandándole a la
mierda. Entonces él salía de la habitación y bajaba a la cuadra, ajeno al montón de sospechas que empezaban a despertarse en su entorno.
Fortunato se seguía entregando a aquellos baños de saliva y lametones que
fueron sucediéndose tras aquella primera vez en el prado. Eran unos deliciosos momentos de
intimidad y placer, aunque ya empezaba a hacer algo de frío, de modo que plnatarse o tenderse desnudo en el suelo empezaba a ser difícil, porque llegaba una desagradable tiritona que
eclipsaba el placer amoroso. La perspectiva de un frío invierno, privado de aquellos
felices instantes le entristecía profundamente. Pero, por otra parte, bastaba el más leve recuerdo para
que se le despertaran enormes deseos que desahogaba a solas en el cuarto
de baño.
Poco a poco, a
modo de obsesión, iba tomando cuerpo un pensamiento muy excitante: hacerle el amor a Jacinta.
Como él sabía hacerlo. Introducirse en sus entrañas. En esa vagina tibia y
húmeda que algún día ya había empezado a degustar con la punta de los dedos. A
veces se paraba a pensar y aquello le parecía una absoluta locura. Sin embargo, aquellas ternuras con las que
le correspondía Jacinta era para él un claro indicio del gran amor que
ella también le profesaba. Si los dos se amaban, ¿por qué no consumar ese amor
a pesar de tantos pesares?.
De niño, había
leído cuentos sobre un dios griego que se enamoró de una novilla. Mejor dicho,
de una mujer a la que convirtió en novilla cuando su esposa le sorprendió
amándola. No recordaba de cómo terminó aquella historia. También leyó algo
sobre una reina que se enamoró de un toro y engendró un monstruo que tuvieron
que acabar encerrando en un laberinto. Y conocía muchos chistes e historias jocosas de tíos que se
lo hacían con perras, gallinas… y vacas.
Pero lo que sentía Fortunato era diferente. No era vicio ni depravación. El amaba ciegamente a aquella novilla que sólo con su mirada ya le desnudaba y le decía todo cuanto quería oír y nadie le había dicho jamás. Llegó a pensar que, a lo mejor, Jacinta era una hermosa mujer, eventualmente convertida en ternera. ¿Por qué no?. Había tanto de humano en aquel animal…
Pero lo que sentía Fortunato era diferente. No era vicio ni depravación. El amaba ciegamente a aquella novilla que sólo con su mirada ya le desnudaba y le decía todo cuanto quería oír y nadie le había dicho jamás. Llegó a pensar que, a lo mejor, Jacinta era una hermosa mujer, eventualmente convertida en ternera. ¿Por qué no?. Había tanto de humano en aquel animal…
Y llegó por fin aquella noche. Por enésima vez, su mujer lo había echado de la habitación y lo había enviado a la mierda. Entonces, Fortunato bajó a la cuadra, como ya era habitual. Y allí estaba Jacinta despierta, como
esperándolo. Se abrazó a su testuz y recibió varios lametones cariñosos que terminaron
de encender su deseo. Fue recorriendo el lomo del animal hacia la cola. Se
detuvo en sus ubres y empezó a acariciarlas como si la fuera a ordeñar,
deteniéndose con dulzura en sus pezones. Recibió un lengüetazo en su espalda
desde las nalgas a la nuca que casi le hizo perder el sentido.
Despojado ya de
su ropa, siguió masajeando las ubres de Jacinta, a la vez que recibía cariñosos
lengüetazos tibios y húmedos. Y como si fuera un becerro pequeño, aplicó su
boca a uno de los cuatro pezones de Jacinta. Entonces notó como ésta se estremecía, a la
vez que le correspondía deslizándole la lengua por sus nalgas y su
entrepierna.
No se lo pensó
más. Cogió un taburete, lo colocó tras la res, se subió sobre él, apartó un
poco el rabo de la novilla, dejando al descubierto su sexo y lentamente,
degustando cada instante, desbordado por el deseo, entró por fin dentro
de ella.
A penas resistió un par de envites, cuando ya se había derramado, pero quiso continuar e intentarlo una vez más. Aún le
quedaba amor y tensión para continuar y no quería separarse de ella, no quería
salirse. Aquel calor, aquella humedad,
aquel plácido deslizamiento, aquellos estremecimientos que le llegaban a
través de su miembro, aquel olor que tanto le excitaba… El mundo desapareció
para Fortunato, mientras se apoyaba en la grupa de su amada para retomar el
aliento y poder continuar con nuevas series de apasionados envites, a la vez que acariciaba
aquel suave pelaje de color canela, casi blanco. Fundidos en un solo cosmos, en
un solo sueño, en un mismo clímax. Ajeno al mundo y sus miserias, ajeno a la triste
mediocridad de sus días. Ajeno, también, a esos seis ojos que le vigilaban
llenos de ansiedad.
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