martes, 3 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta II



 

Fue un quince de mayo. Además del santo patrón de los labradores era día de feria, y allí fueron padre e hijo, que para estos menesteres aún tenían capacidad decisoria, con la intención de adquirir otra futura madre y nodriza, ya que la vieja se encontraba a punto de terminar su ciclo vital. Ya iba siendo hora de buscarle sustituta a unos meses vista. 

Sin duda, fue un amor a primera vista.

Era una hermosa novilla de raza charolais, de color canela muy claro, casi blanca, pelo corto y suave y muy buena planta. El vendedor acreditaba una magnífica genética que la garantizaba como un excelente animal de cría una vez que completara su desarrollo. Por otra parte, la raza es de rápido crecimiento y fácil engorde. Su carne es muy sabrosa y apreciada por los consumidores. Al menos, esas fueron las razones que, repitiendo lo que había dicho el tratante, Fortunato argumentaba a su padre, quien también se había fijado en aquella hermosa novilla, causándole muy buena impresión.

Pero lo que cautivó al muchacho no fue la genética del animal, sino aquella mirada. Era una mirada profunda y tierna, una mirada algo pérdida, como si no estuviera pensando en nada. Una mirada tan diferente… aunque no sabía muy bien qué era lo que había tras esos ojos que tanto le embelesaba. Nunca la había visto mirar así a los otros animales, o, en todo caso, no había reparado en ello. El negro hocico y la boca cerrada, terminaban de completar aquella expresión que proporcionaba a Fortunato una agradable sensación de seguridad y serenidad. Todo lo contrario de lo que sucedía con la irritante mirada desdeñosa e iracunda de su mujer, continuamente pensando en confeccionar una nueva lista de quejas y afrentas con que amargarle la noche.

Quizá por eso, le costó trabajo controlar su entusiasmo cuando su padre entró en tratos para adquirirla y más aún, cuando regresaban a casa llevándola con una cuerda atada al cuello. Mansamente, sin ningún tirón, ¡qué animal más dócil!.

La llegada de aquella novilla supuso un importante cambio en su vida. Dispuso para ella el mejor puesto del establo y, con sumo placer, cuidaba de su limpieza. Para su alimentación, escogía con esmero las mejores porciones de silo. Disfrutaba sacándola a pacer, entonces caminaba muy pegado a su vera, aunque no hiciera falta, ya que el animal nunca se había desmandado. Ya en el prado reservaba para ella los lugares de yerba más jugosa y tierna. Y se sentaba a disfrutar contemplándola pacer mientras, de vez en cuando se acercaba a acariciar su suave pelaje de color canela claro. Ya le había puesto nombre: se llamaba Jacinta.

Se encontraba de mejor humor. Era capaz de soportar la letanía nocturna de su mujer con infinita paciencia, manteniendo una mirada ausente y mansa como la de Jacinta. Había dejado de ir al bar. En lugar de ello, se pasaba horas acomodando, limpiando, cepillando y acariciando al animal. Todos en casa le notaban más ausente y les extrañaba un poco las nuevas costumbres que había adquirido, como por ejemplo, hacerse vegetariano. Argumentaba que quería comer sano, pero en realidad, le repugnaba la idea de que animales tan hermosos como Jacinta fueran sacrificados cada día para que otros se hartaran con su carne. 

La visita de don Adrián, el veterinario, provocó en Fortunato una cierta desazón, pues era momento de iniciar el tratamiento hormonal, pronto estaría en condiciones de empezar a concebir y criar, que ese era su cometido. Una preocupación que le desasosegaba profundamente: ¿qué pasaría con Jacinta cuando tuvieran que llevarla a cubrir por un macho, o al veterinario a que le hurgara en las entrañas para inseminarla?. ¿Sufriría, la pobre?. La idea de que otro animal de dos o cuatro patas hiciera algo a Jacinta le disgustaba profundamente. Empezaba a sentir algo parecido a los celos. 

Mientras tanto, Jacinta continuaba creciendo sana y hermosa. Y llegó el día en que aconteció aquel milagro.

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