jueves, 19 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta VI

Con gesto circunspecto acudió su padre a recoger a Fortunato a su salida del hospital. No le habían encontrado ninguna enfermedad grave y sólo le aconsejaban seguir un tratamiento en las consultas ambulatorias.

A penas hablaron en el camino de vuelta. La tensión era palpable. El padre no se atrevía a preguntar por qué lo hizo. Y Fortunato tampoco se atrevía a preguntar por cómo andaban las cosas en casa. Y, lo que más le inquietaba, cómo estaría su amada Jacinta. ¿Qué pasaría a partir de ahora?. Le causaba gran desazón imaginarse vigilado día y noche para evitar encuentros amorosos, o pensar que tampoco la iba a poder llevar a los prados y disfrutar viéndola pacer mansamente. Se sentía tremendamente desdichado. Sólo pensaba en volverla a ver. Clavar otra vez sus ojos en aquella mirada ausente y serena. ¡Ay, si tan solo pudiera pasar la mano por su cabeza!.

Llegaron a la casa y entraron en silencio. Su mujer le recibió con un beso frío, y su madre con un histérico abrazo lleno de lágrimas y babas. Era la hora de comer; por no desairar y por no encrespar más los ánimos con sus manías vegetarianas, aceptó participar del guiso de carne con patatas que había para comer, mientras las dos mujeres se afanaban en servir y recoger la mesa sin ninguna tensión aparente entre ellas. Parecía que el infortunio mantenía fuertemente unidas a las dos antiguas rivales.

Después de comer, su mujer lo llevó a la habitación. “Tienes que descansar”. Fortunato seguía sin atreverse a preguntar por la novilla. Lánguidamente miraba hacia el establo desde la ventana, esperando, impaciente, cualquier señal de que el amor de su vida seguía ahí, esperándole.

Por fin, al final de la tarde, pudo bajar al establo. Lleno de ansiedad la buscó por todas partes. Pero ella ya no estaba allí; solo había un espacio vacío, horriblemente vacío. Su padre, que entraba en ese momento trayendo yerba con la horca, detuvo su labor para decirle un escueto “hubo que quitarla… después de lo que pasó… y, además se puso loca...  mugía a todas las horas y no había quien pudiera dormir en casa”. Se le saltaron las lágrimas al recordar aquellos bramidos lastimeros que oía camino de la ambulancia. 

- ¿Y dónde está ahora? -  Preguntó con voz algo temblorosa. 
- Hubo que quitarla -  Fue toda la respuesta que recibió de su padre.

Entonces le asaltó una  horrible sospecha. Con el corazón en un puño, se dirigió al arcón de congelación. Nada más levantar la puerta se quedó tan petrificado como todo lo que había dentro. Bolsas y bolsas de carne. Ahí estaba su amada Jacinta. Una violenta náusea le hizo apartarse y comenzó a vomitar lo que le quedaba de guiso en el estómago: se habían comido y le habían hecho comer un trozo de ella, de la pobre Jacinta.

Hubo que sacrificarla… no paraba de mugir, esa novilla era el demonio… Es mejor así, entiéndelo, Fortunato - le dijo su mujer que entraba en la antigua bodega ahora convertida en la despensa que albergaba el congelador.

Fortunato cerro la tapa con violencia y empezó a golpearla con los puños a la vez que empezó a llorar con amargura y rabia

- ¡Hijos de puta!... ¡Asesinos!...¡Me cago en dios!
- Deja de llorar, Fortunato, no era más que una puta vaca – le dijo furiosa su mujer. 
- ¡Yo la amaba! ¡Hijos de puta!, ¡asesinos! ¡me cago en dios! ¡Ella también me quería!- Y descargó un rosario de violentos puñetazos contra la puerta del arcón. Entonces levantó los ojos y con una mirada llena de rabia preguntó:
- ¿Fuiste tú?
- ¿El qué?
- Que si fuiste tú la que me la mató – dijo desgañitándose
- No, fue tu padre.
- ¿Mi padre?, ese no mataría ni a una mosca.
- Tu madre se lo pidió.
- ¡Maldita víbora!
- ¡Fortunato! ¡Y también yo estuve de acuerdo!
- Ella me amaba… ella me amaba - vociferaba una y otra vez - ¡asesinos, hijos de puta...!

Y salió corriendo al establo. Revolviendo entre los trastos, encontró la escopeta de su padre. Y también unos cuantos cartuchos. Metió dos en la recámara y un buen puñado al bolsillo.

- ¡Fortunato! - Gritó su mujer al verle salir con el arma en ristre. No le dio tiempo a decir más.

La primera detonación la dejó malherida junto al arcón. La segunda la remató dejando su sesera ensangrentada esparcida por las paredes de la antigua bodega. Cargó la escopeta con otro par de cartuchos.

Otra detonación y su madre quedó seca a la puerta de la despensa, cuando entraba corriendo a ver qué había pasado. Y otro disparo más acabó con su padre.

Fue él mismo quien llamó a la Guardia Civil. Allí les esperaba, sentado delante de la puerta, con la escopeta en su regazo cargada con otros dos cartuchos. Fumando un cigarrillo tras otro.

- No me van a sacar vivo, me cago en dios, no ve van a sacar vivo... Malditos hijos de puta... Mi pobre Jacinta hecha filetes... ¡Me cago en dios!

Y se puso a cantar: 


Por un beso de la vaca daría lo que fuera 
por un beso de ella aunque solo uno fuera 
Por un beso de la vaca daría lo que fuera 
por un beso de ella aunque solo uno fuera 
aunque solo uno fuera 

Y rememoraba aquellos momentos felices junto al amor de su vida. Aquellos lametones y besos de amor, de su vida. De aquella hermosa novilla de piel canela clara, casi blanca.

No hacía honor a su nombre. Nunca tuvo fortuna. Las luces azules se iban acercando a la casa. "No me van a sacar vivo", repetía... Las sirenas se oían cada vez más fuerte. Entonces besó la boca del cañón de la escopeta mordiéndola con firmeza y sin pensarlo más accionó el gatillo, dejando tras de sí una enorme mancha roja con la papilla rosada de sus sesos pulverizados. Aquellos sesos que tanto habían pensado en Jacinta. Aquellos que tanto la habían amado. Aquellos que soñaron y soñarían eternamente con Jacinta.

Don Adrián dejó el periódico sobre la mesa y se frotó el entrecejo. Se le habían quitado las ganas de reír. Y empezaba a preguntarse muy en serio cuánto tiempo más podría aguantar entre tanto animal.

lunes, 16 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta V


De repente se hizo la luz. Fortunato quedó completamente expuesto: desnudo, subido a un taburete, y detrás de una novilla en actitud totalmente indecorosa. Así le vieron sus padres y su esposa. Y también el equipo de sanitarios que hábilmente le aferraron, le levantaron en volandas y le separaron de su amada. Inmediatamente, le pusieron una inyección antes de sacarle a rastras del establo camino a la ambulancia que esperaba con las luces naranja destelleando. Un tanto confuso y embotado, no se dio plena cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Por un lado le llegaban los agudos alaridos y lamentos que proferían su madre y su esposa, que parecían rivalizar en la cantidad de decibelios con que eran capaces de expresar su pena. Por otro lado, las peregrinas explicaciones que, avergonzado, trataba de dar su padre a un médico que se esforzaba en mantener una pose seria ante lo cómico de la situación.




Por si fuera poco el jaleo reinante,  Jacinta comenzó a mugir de modo angustioso y lastimero y empezó a inquietarse en el establo, pateando y coceando, mientras repetía los mugidos una y otra vez. Los lamentos de las mujeres, ahora unidas en la desgracia, aumentaron de intensidad dando lugar a una estrambótica sinfonía de berridos, llantos, lamentos y mugidos con el acompañamiento rítmico que producía la percusión de las pezuñas de Jacinta contra el suelo del establo. El médico, entonces, decidió administrar un sedante a las mujeres; pero para la ternera, recomendó que avisaran al veterinario.


Dentro de la ambulancia, Fortunato no pudo contener el llanto. Cubierto con una manta térmica de color aluminio, se deshacía en lágrimas oyendo los mugidos de su amada Jacinta. Un sanitario le trataba de consolar acariciándole la nuca. Poco a poco un pesado sueño se fue apoderando de él. La ambulancia partió rumbo al hospital dejando un relampagueo anaranjado por los recovecos de la pista que llegaba a la casa. 


Al poco rato llegaba don Adrián. Para él había sido uno de los avisos más singulares e hilarantes que había recibido en toda su carrera. En principio le dijeron que tenía que ir al establo porque la novilla estaba inquieta y no cesaba de mugir. Ante la extrañeza del caso y sus preguntas, terminaron por explicarle lo que había acontecido. Le costó un enorme esfuerzo contener  la risa mientras la angustiada familia repetía de modo atropellado una y otra vez todo lo que había sucedido. Jacinta, cada vez más inquieta, continuaba mugiendo, pateando y escarbando el suelo como si fuera a arrancarse a embestir de un momento a otro.


Si las explicaciones que recibía no eran ya suficientemente cómicas, poco le faltó para para estallar en una salva de carcajadas cuando empezaron con los requerimientos: 


- Y mire... ¿no habrá que darle pastillas para que no se quede… pues eso... en estado?… ¡A ver si va a tener un monstruo!
- No, señora, eso es genéticamente imposible
- Y mire... ¿habría que llevarla a algún psicólogo animal, porque lo que ha hecho la ternera esta es muy raro...
- Hombre, aunque hay mucho animal en eso de la psicología, no creo que la novilla necesite ayuda de semejante  profesional.
- Pero, don Adrián, ¿por qué ha pasado esto?
- Verá... es posible que las hormonas que le estábamos administrando, hayan alterado su conducta, la de la novilla, quiero decir, haciéndole más… cariñosa, por así decirlo. 
- ¿Pero como para enamoriscarse de un hombre? – Preguntó sobresaltada la esposa de Fortunato.
- Nooo… - dijo el veterinario conteniendo la risa- Más bien, creo que las hormonas hayan provocado un estado similar al de la maternidad, y claro, con el chico rascándola a todas las horas, sobándola, limpiándola, en fin, eso que ya me han contado ustedes... pues eso, que para ella ha sido ...  como si fuera su becerro. Por eso ahora se comporta así: muge y está inquieta como cuando se les quita el ternero. Claro, otra cosa… - de nuevo tuvo que contenerse -  otra cosa es lo del muchacho… eso sí que, por lo menos, es para que lo vea un psicólogo. 
- Ya, ya están en ello, don Adrián… Le han llevado al hospital.

No había manera de hacer callar al pobre animal y cuya inquietudo seguía en aumento. Don Adrian terminó por inyectarle un anestésico para que la familia y el resto de la aldea pudieran dormir aquella noche.

En el hospital, donde había sido conducido Fortunato, también había festival de risas y sornas. Decidieron dejarle dormir hasta que por la mañana pasara "el de los nervios" a verlo. Aún quedaba otra sesión de guasas a la hora de explicar al especialista en chiflados el interesante caso que tenían para él.  Finalmente, Fortunato quedó hospitalizado unos días con objeto de observar su estado mental.


Aquella noche, hubo varios cambios en la casa. Suegra y nuera comenzaron a entenderse como nunca antes lo habían hecho. Unidas por la desgracia. Unidas por el dolor. Abrazadas la una a la otra dejando de lado al padre con la mirada hundida en el suelo. Hablaron mucho aquella noche. Al amanecer salió el padre cabizbajo en dirección al establo. Jacinta volvía a mugir otra vez.


Don Adrián tuvo que parar varias veces el coche al regresar a su casa. Los ataques de risa que le sobrevenían no le dejaban conducir con seguridad. ¿Cómo diagnosticar el caso?: ¿Qué tal  "sindrome filial humano- bovino"?, o mejor... ¿"complejo de edipo inverso bovino"? o... ¿"maternaje bovino-asnal"?. Y ¿qué diagnóstico le darían al otro animal?. Lloraba de la risa, con la cabeza apoyada en el volante de su todo-terreno, ¿bestialismo en un pedazo de bestia?. Se hizo la promesa de dedicar un capítulo de sus memorias a este asunto.

miércoles, 11 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta IV

“Está agilipollado”. Esto es lo que un día y otro decía su padre a cerca del muchacho. Y tenía razón, pues se pasaba los días completamente embobado. Con frecuencia, su mujer montaba en cólera gritando “no me estás escuchando, no me haces ni puto caso”, y acababa mandándole a la mierda. Entonces él salía de la habitación y bajaba a la cuadra, ajeno al montón de sospechas que empezaban a despertarse en su entorno.

Fortunato se seguía entregando a aquellos baños de saliva y lametones que fueron sucediéndose tras aquella primera vez en el prado. Eran unos deliciosos momentos de intimidad y placer, aunque ya empezaba a hacer algo de frío, de modo que plnatarse o tenderse desnudo en el suelo empezaba a ser difícil, porque llegaba una desagradable tiritona que eclipsaba el placer amoroso. La perspectiva de un frío invierno, privado de aquellos felices instantes le entristecía profundamente. Pero, por otra parte, bastaba el más  leve recuerdo para que se le despertaran enormes deseos que desahogaba a solas en el cuarto de baño.

Poco a poco, a modo de obsesión, iba tomando cuerpo un pensamiento muy excitante: hacerle el amor a Jacinta. Como él sabía hacerlo. Introducirse en sus entrañas. En esa vagina tibia y húmeda que algún día ya había empezado a degustar con la punta de los dedos. A veces se paraba a pensar y aquello le parecía una absoluta locura. Sin embargo, aquellas ternuras con las que le correspondía Jacinta era para él un claro indicio del gran amor que ella también le profesaba. Si los dos se amaban, ¿por qué no consumar ese amor a pesar de tantos pesares?.

De niño, había leído cuentos sobre un dios griego que se enamoró de una novilla. Mejor dicho, de una mujer a la que convirtió en novilla cuando su esposa le sorprendió amándola. No recordaba de cómo terminó aquella historia. También leyó algo sobre una reina que se enamoró de un toro y engendró un monstruo que tuvieron que acabar encerrando en un laberinto. Y conocía muchos chistes e historias jocosas de tíos que se lo hacían con perras, gallinas… y vacas. 

Pero lo que sentía Fortunato era diferente. No era vicio ni depravación. El amaba ciegamente a aquella novilla que sólo con su mirada ya le desnudaba y le decía todo cuanto quería oír y nadie le había dicho jamás. Llegó a pensar que, a lo mejor, Jacinta era una hermosa mujer, eventualmente convertida en ternera. ¿Por qué no?. Había tanto de  humano en aquel animal…

Y llegó por fin aquella noche. Por enésima vez, su mujer lo había echado de la habitación y lo había enviado a la mierda. Entonces, Fortunato bajó a la cuadra, como ya era habitual. Y allí estaba Jacinta despierta, como esperándolo. Se abrazó a su testuz y recibió varios lametones cariñosos que terminaron de encender su deseo. Fue recorriendo el lomo del animal hacia la cola. Se detuvo en sus ubres y empezó a acariciarlas como si la fuera a ordeñar, deteniéndose con dulzura en sus pezones. Recibió un lengüetazo en su espalda desde las nalgas a la nuca que casi le hizo perder el sentido.

Despojado ya de su ropa, siguió masajeando las ubres de Jacinta, a la vez que recibía cariñosos lengüetazos tibios y húmedos. Y como si fuera un becerro pequeño, aplicó su boca a uno de los cuatro pezones de Jacinta. Entonces notó como ésta se estremecía, a la vez que le correspondía deslizándole la lengua por sus nalgas y su entrepierna.
 
No se lo pensó más. Cogió un taburete, lo colocó tras la res, se subió sobre él, apartó un poco el rabo de la novilla, dejando al descubierto su sexo y lentamente, degustando cada instante, desbordado por el deseo, entró por fin dentro de ella.



A penas resistió un par de envites, cuando ya se había derramado, pero quiso continuar e intentarlo una vez más. Aún le quedaba amor y tensión para continuar y no quería separarse de ella, no quería salirse. Aquel calor, aquella humedad, aquel plácido deslizamiento, aquellos estremecimientos que le llegaban a través de su miembro, aquel olor que tanto le excitaba… El mundo desapareció para Fortunato, mientras se apoyaba en la grupa de su amada para retomar el aliento y poder continuar con nuevas series de apasionados envites, a la vez que acariciaba aquel suave pelaje de color canela, casi blanco. Fundidos en un solo cosmos, en un solo sueño, en un mismo clímax. Ajeno al mundo y sus miserias, ajeno a la triste mediocridad de sus días. Ajeno, también, a esos seis ojos que le vigilaban llenos de ansiedad.

viernes, 6 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta III

Ocurrió bien entrado septiembre, cuando Fortunato llevaba a Jacinta al prado a aprovechar esos últimos pastos del verano. Siempre caminaba a su lado, llevándola de esa innecesaria cuerda que ya se había convertido en una especie de vínculo entre ellos, una costumbre. De vez en cuando se paraba a espantarle las moscas que se apiñaban sobre su pelaje color canela claro. De repente, Fortunato notó un calor húmedo en su mano. Jacinta lo había lamido. 

Notó una sensación de mareo seguido de fuertes golpes dentro del pecho. El corazón se le había desbocado. Y también notó una opresión intensa y, en cierto modo placentera, un poco más abajo, justamente en ese lugar tan concreto de su entrepierna. Todas esas sensaciones se incrementaron con el segundo y el tercer lengüetazo; el mareo era más intenso y la excitación aún mayor. No veía el momento de llegar al pastizal. Fortunato creía estar soñando.
curiosidades

Mientras el resto del ganado se apacentaba bien disperso por el prado, Fortunato se acercó a la novilla y comenzó a acariciarle detrás de las orejas, mientras se abrazaba a su testuz. Jacinta levantó el hocico y le lamió toda la cara. Y así estuvieron un buen rato el hombre y el animal, él abrazado a su cabeza, acariciando su pelo, ella lamiendo la cara y los brazos de muchacho. Entonces él se quitó la ropa y se plantó delante de ella. Al poco rato ya retozaba en el suelo.

No recordaba una sensación similar. Quizá cuando era muy pequeño y su madre lo bañaba y cubría de crema. Pero aquello era aún más agradable. Jacinta recorría con su lengua cálida y húmeda el cuerpo desnudo y enjuto que se encontraba ante ella. Unas caricias que le exaltaban hasta el paroxismo, sobre todo cuando Jacinta dio varias pasadas de lengua por aquella parte de su cuerpo donde sentía que su excitación iba a reventar de un momento a otro. Y al final estalló, empapado en aquella saliva tibia, en una explosión de placer como nunca, ni siquiera con alguna moza, había podido conocer. 

Ebrio de felicidad, se dio cuenta de dos cosas: amaba a aquella novilla. Y Jacinta lo amaba a él. Por fin, había encontrado el amor de su vida. Por fin, también, hacía honor a su nombre: se sentía completamente afortunado.

martes, 3 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta II



 

Fue un quince de mayo. Además del santo patrón de los labradores era día de feria, y allí fueron padre e hijo, que para estos menesteres aún tenían capacidad decisoria, con la intención de adquirir otra futura madre y nodriza, ya que la vieja se encontraba a punto de terminar su ciclo vital. Ya iba siendo hora de buscarle sustituta a unos meses vista. 

Sin duda, fue un amor a primera vista.

Era una hermosa novilla de raza charolais, de color canela muy claro, casi blanca, pelo corto y suave y muy buena planta. El vendedor acreditaba una magnífica genética que la garantizaba como un excelente animal de cría una vez que completara su desarrollo. Por otra parte, la raza es de rápido crecimiento y fácil engorde. Su carne es muy sabrosa y apreciada por los consumidores. Al menos, esas fueron las razones que, repitiendo lo que había dicho el tratante, Fortunato argumentaba a su padre, quien también se había fijado en aquella hermosa novilla, causándole muy buena impresión.

Pero lo que cautivó al muchacho no fue la genética del animal, sino aquella mirada. Era una mirada profunda y tierna, una mirada algo pérdida, como si no estuviera pensando en nada. Una mirada tan diferente… aunque no sabía muy bien qué era lo que había tras esos ojos que tanto le embelesaba. Nunca la había visto mirar así a los otros animales, o, en todo caso, no había reparado en ello. El negro hocico y la boca cerrada, terminaban de completar aquella expresión que proporcionaba a Fortunato una agradable sensación de seguridad y serenidad. Todo lo contrario de lo que sucedía con la irritante mirada desdeñosa e iracunda de su mujer, continuamente pensando en confeccionar una nueva lista de quejas y afrentas con que amargarle la noche.

Quizá por eso, le costó trabajo controlar su entusiasmo cuando su padre entró en tratos para adquirirla y más aún, cuando regresaban a casa llevándola con una cuerda atada al cuello. Mansamente, sin ningún tirón, ¡qué animal más dócil!.

La llegada de aquella novilla supuso un importante cambio en su vida. Dispuso para ella el mejor puesto del establo y, con sumo placer, cuidaba de su limpieza. Para su alimentación, escogía con esmero las mejores porciones de silo. Disfrutaba sacándola a pacer, entonces caminaba muy pegado a su vera, aunque no hiciera falta, ya que el animal nunca se había desmandado. Ya en el prado reservaba para ella los lugares de yerba más jugosa y tierna. Y se sentaba a disfrutar contemplándola pacer mientras, de vez en cuando se acercaba a acariciar su suave pelaje de color canela claro. Ya le había puesto nombre: se llamaba Jacinta.

Se encontraba de mejor humor. Era capaz de soportar la letanía nocturna de su mujer con infinita paciencia, manteniendo una mirada ausente y mansa como la de Jacinta. Había dejado de ir al bar. En lugar de ello, se pasaba horas acomodando, limpiando, cepillando y acariciando al animal. Todos en casa le notaban más ausente y les extrañaba un poco las nuevas costumbres que había adquirido, como por ejemplo, hacerse vegetariano. Argumentaba que quería comer sano, pero en realidad, le repugnaba la idea de que animales tan hermosos como Jacinta fueran sacrificados cada día para que otros se hartaran con su carne. 

La visita de don Adrián, el veterinario, provocó en Fortunato una cierta desazón, pues era momento de iniciar el tratamiento hormonal, pronto estaría en condiciones de empezar a concebir y criar, que ese era su cometido. Una preocupación que le desasosegaba profundamente: ¿qué pasaría con Jacinta cuando tuvieran que llevarla a cubrir por un macho, o al veterinario a que le hurgara en las entrañas para inseminarla?. ¿Sufriría, la pobre?. La idea de que otro animal de dos o cuatro patas hiciera algo a Jacinta le disgustaba profundamente. Empezaba a sentir algo parecido a los celos. 

Mientras tanto, Jacinta continuaba creciendo sana y hermosa. Y llegó el día en que aconteció aquel milagro.

domingo, 1 de junio de 2014

Fortunato y Jacinta I







No tardaría en llegar la Guardia Civil. Ahí les estaban esperando los cuatro: Fortunato, la escopeta y dos cartuchos metidos en la recámara. Con la mirada impasible en el infinito y la escopeta en su regazo. Fumando un cigarrillo tras otro. Si había que salir, lo haría con los pies por delante, no se iba a dejar sacar vivo de ahí, pensaba. Estaba decidido a todo. E iba madurando su plan mirando más allá del horizonte. 

Siendo fieles a la verdad, no se puede decir que Fortunato hubiera hecho honor a su nombre, aunque tampoco lo contrario, pues, hasta ahora, tampoco había tenido grandes infortunios.

Era su vida gris y ramplona como otras tantas en aquella comarca rural. Poca escuela y poco interés en los libros, hasta acabar la enseñanza obligatoria, luego la cuadra, la cuadra, la cuadra y la cuadra. Una docena, a veces larga y a veces corta de vacas de carne, que daban para ir tirando a la economía familiar. Un mono azul marino o verde, unas botas, y al trabajo de cada día. Meter forraje y a sacar estiércol. Ida y vuelta al prado a llevar el ganado a pacer. Algún parto como novedad, venta de novillos para el matadero y vuelta a empezar. Fines de semana de marcha con los amigos, otros jóvenes con el mismo porvenir. Borracheras y galanteos a las mozas, con mejor o peor fortuna, haciendo, o no, gala a su nombre. Y el lunes, otra vez a la cuadra. Y así mes tras mes, un año tras otro, desde que le empezó a salir pelo en el cuerpo. 


Ahora pasaba de los treinta, ya no era un mozo. Así que hubo que ir asentando la cabeza, tal y como tantas veces le habían dicho. Y así lo hizo. Llevaba algo más de un año casado con otra chica de la comarca. Nunca estuvo enamorado, pero la chica era trabajadora y limpia, aunque tenía mucho carácter. Al ser hijo único, tenía el deber de quedarse en la casa, el hogar de sus padres, y los padres de su padre hasta no se qué generación. Y allí llevó a su esposa. 

Entonces se acabó la tranquilidad. Las relaciones entre suegra y nuera eran muy tirantes. Su madre, como señora de la casa, estaba acostumbrada a mandar sin ningún tapujo; era, en fin, quien partía el bacalao en la casa. Con el paso del tiempo, su padre se había hecho obediente y sumiso. Había aprendido a acatar las órdenes de la señora sin discusión. Total, para qué, si siempre tenía que ser lo que ella dijera. Pero la chica no se resignaba al papel de nuera sumisa y obediente. También quería mandar. Y los choques, las grescas y las tormentas tenían la cotidianeidad del pan nuestro de cada día, pero a todas las horas. 
Y el pobre Fortunato siempre en el medio, como el jueves. Como la loncha de mortadela entre las dos rebanadas de pan en un bocadillo. Porque la madre, es la madre, pero la mujer… es la mujer. Y ésta estaba tan enfadada que llevaban unos cuantos meses sin mojar. En lugar de ello, cada noche le ponía la cabeza loca con que si tu madre me dijo esto… que si tu madre me hizo aquello… que si tu madre por aquí, que si tu madre por allá. Enfado, morro y a dormir espalda contra espalda, como los buenos camaradas. La madre, por el contrario, sabía ser mucho más discreta, aunque era una verdadera experta en morder con la boca cerrada. Y cuando lo hacía, mordía como la mejor perra y envenenaba como la peor víbora. 

Entonces, escogió la salida que toda la vida había visto hacer a su padre: una vez acabada la faena, se iba a la cantina donde mataba las horas entre vino y vino esperando con resignación y cierto embotamiento etílico la hora de la cena y la cotidiana monserga de quejas y quejas. Y así una semana, y otra, y otra… Ya le habían salido canas y el pelo cada vez estaba más ralo. Había perdido la juventud y juzgaba que no hacía honor a su nombre.

A penas tenía ilusión en nada. En realidad, había tenido muy pocas ilusiones en la vida. De joven era su coche, que ahora, ya viejo, empleaba su padre para ir a la villa o a la ciudad a hacer compras. Muy pocas ilusiones, sí. Hasta que llegó ella.