lunes, 17 de noviembre de 2014

El padre del hijo pródigo II

Volví a alcanzar la felicidad aquel día, cuando Efraín regresó a casa. Había llegado un mendigo a la hacienda herido y maltrecho. Los criados intentaban ahuyentarlo a pedradas, como se solía hacer para disuadir a tanto indigente de venir a molestar. En fin, he de reconocer que por entonces yo también pecaba de avaricioso. Sin embargo, algo hizo que aquel día me acordara del pobre Efraín y se me ocurrió pensar que podría estar en esas mismas condiciones. Así que ordené a los siervos que le dejaran en paz y  le socorrieran en lo que pudiera necesitar.

Reconocí su mirada al momento. Estaba muy delgado y demacrado, sucio y herido, seguramente de las patadas y pedradas con las que acogían a los mendigos en otras haciendas. Era mi pobre Efraín. Una inmensa alegría desbordó mi pecho a la par que un profundo dolor por su desventura me hizo llorar con amargura. Arrodillado y bañado en lágrimas, Efraín me dijo:

- Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, sólo te pido que me acojas y me trates como al último de tus siervos.

¡Qué inmenso dolor me produjeron aquellas palabras!. Y cuánto dolor su fracaso y su derrota. ¿Cómo iba a degradar a mi propio hijo a la condición de siervo? Le levanté del suelo y le abracé otra vez bañado en lágrimas. Y grité a los siervos:

- Venga, traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies.

Y lleno de júbilo, fui a escoger el mejor novillo para sacrificarlo y celebrar una fiesta.al día siguiente, cuando regresara Simón, que estaba en viaje de negocios. Sí, iba a ser una gran fiesta por el regreso de mi amado Efraín. Llamaría a todos mis amigos y parientes; habría música y bailarinas.

Aunque aún no había llegado Simón, comenzó a sonar la música y Efraín enseguida cogió un rabel y empezó a inundar el aire de notas dulces en las que entreveía su angustia y toda su gratitud. Todos reían y bailaban.

Cuando llegó Simón, se sorprendió mucho al encontrar aquella algarabía en casa. Y su rostro se ensombreció cuando le explicaron el motivo.

- De modo que es porque ha vuelto ese desgraciado… ¡maldita sea su estampa!

Y se quedó sentado en el quicio de la puerta, lleno de rabia y negándose a entrar. En cuanto supe que había llegado, salí a la puerta y le quise abrazar todo alborozado para darle la buena noticia. Pero él rechazó mi abrazo, me lanzó una dura mirada y me dijo:

- Te he servido toda mi vida, jamás dejé de cumplir una orden tuya y tú nunca me has dado un  jodío cabrito para tener una fiesta con mis amigos. Y ahora que viene ese, que ha dilapidado tu herencia en tabernas y prostíbulos vas y matas para él el mejor novillo cebado. ¿A qué cojones viene esto?

- Simón, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Y un día todo este negocio será tuyo. Pero hoy es un día grande. Efraín ha regresado a casa. Mi amargura por su ausencia ha terminado y ha sido una gran alegría por que ese hermano tuyo que estaba muerto ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.
- Y ahora, ¿qué va a pasar?, otra vez a quedarse aquí a rascarse los cojones, como siempre, ¿no?, a comer la sopa boba y después ¿qué?, volverá a coger su parte de la herencia, ¿no?, la que a mí me correspondía, ?¿verdad?. Y el señorito a vivir como dios y yo aquí hecho un cabrón comprando y vendiendo camellos para mantener la casa ¿no?
- A ver, Simón… es hijo igual que tú. Tú vas a heredar el negocio algún día. Sabes hacerlo y hacerlo muy bien. Tu hermano, después de esta experiencia, asentará la cabeza, ya lo verás. Ahora tenemos que ayudarlo. Es tu hermano.
- ¡Y una mierda!. ¡Yo a ese cabrón no le doy ni un puto talento de lo que me toca, por mí que se joda y se busque la puta vida, me cago en dios!
- ¡No blasfemes, Simeón! Y recuerda que somos una familia y nos debemos los unos a los otros.
- ¡Yo no le debo nada a ese cabrón!, ¡que le jodan!. Y no te atrevas a tocar nada de mí parte. Si quiere vivir, que se gane la vida sacando mierda de los establos, ¡cojones ya!
- Simeón…

Pero no le pude decir más. Dio media vuelta y se marchó todo airado, haciendo aspavientos al aire.

Retorné a la fiesta un tanto compungido. Simón nunca me había faltado al respeto de esa manera. Me contagié de la alegría de la fiesta viendo como corría alegre el vino y todo el mundo disfrutaba de los manjares, la música y las danzas. Efraín sonreía mientras tocaba un rabel y yo me consolé pensando que pronto se le pasaría el enfado a Simón y más sereno podríamos razonar y hablar con calma.¡Qué gran equivocación la mía!

Fueron pasando los días sin que Simeón apareciera por casa. Efraín se mostraba dulce y servicial y todos los días tenía que disuadirle de su intención de trabajar. Aún estaba muy delgado y débil, así que pasaba la mayor parte del tiempo en casa tocando la cítara y el rabel, recordándome aquellos tiempos tan felices.

Hasta que llegaron ellos. Tres hombres barbados y llenos de rizos, con levita negra y sombrero. Zacarías el médico, Zenón el juez y Zebedeo el escriba y letrado. A todos los conocía de las reuniones del Partido. Me hicieron muchas preguntas, algunas difíciles de contestar y más aún en mi estado, algo achispado después de haberme excedido un poco en la degustación de aquel delicioso vino que había sobrado de la celebración del regreso.

Me preguntaron por el negocio, qué futuro pensaba darle. Si me parecía adecuado premiar la irresponsabilidad. Intenté explicarles el valor del perdón y la generosidad. Tuvimos una larga e interesante discusión, al más puro estilo judío. Y me pareció que se fueron complacidos.

Dos días después llegaron a casa los agentes del Sanedrín. Me acusaron de tener la mente enturbiada, sin duda fruto de mis muchos pecados. Luego me sacaron a la calle a rastras, me desposeyeron de mi negocio y de mi casa y me trajeron a este lugar apartado y vigilado, lleno de locos, leprosos y proscritos. Al mirar para atrás, vi como llevaban al pobre Efraín para venderlo como esclavo, mientras Simón repartía bolsas con dinero a Zenón, Zacarías y Zebedeo, que estaban parados delante de la puerta.Para él sería el dinero mejor invertido de su vida.

Hace algún tiempo, oí hablar de un nazareno que contaba esta misma historia, aunque con un final muy diferente. Fue juzgado por el Sanedrín y por el Pretor de Roma, por no sé qué blasfemias. Una de las frases que dijo en su declaración fue "mi reino no es de este mundo". Ya se nota, ya... Ya se nota.

martes, 11 de noviembre de 2014

El padre del hijo pródigo I

Me pueden llamar Simeón, aunque vale cualquier otro nombre. Pueden darme una edad en torno a los sesenta y tantos años. Llevo muchos años viudo, desde que mi pobre Sara muriera al poco de dar a luz al hijo menor. A lo largo de mi vida, logré amasar una magra fortuna con mucho trabajo y habilidad, trabajando como intermediario en la venta de todo tipo de ganado. Mi seriedad y rigor en el mercado me valieron el respeto y la confianza de gran parte de los ganaderos de la comarca. Mis comisiones eran las justas, ni más, ni menos. Nunca engañé a nadie a sabiendas y creo que me comporté honestamente con todo el mundo. Era respetado hasta por mis competidores, que no todos eran trigo limpio. Pero de quien les quiero hablar es de mis hijos.Tuve dos: Simón y Efraín.


Simón era el mayor. Siempre pensé que él sería mi sucesor en el negocio. Desde que era pequeño le llevaba a ferias y mercados y  poco a poco le fui instruyendo en los secretos de este oficio. Simón mostraba mucho interés y aprendía rápido y, aunque era sumiso y obediente, me preocupaba su propensión a la avaricia. Ya apuntaba maneras desde muy joven. Cada vez que terminábamos una transacción, me solía preguntar si no habría sido posible obtener un mayor beneficio. Entonces yo tenía que deshacerme en razones y argumentos para terminarle diciendo aquello de que la avaricia rompe el saco y, como decía mi madre, también da por el saco. Pero él parecía no entenderlo y eso me hacía temer que terminara arruinando el negocio, de la misma manera que le sucedió a los protagonistas de aquel cuento que hablaba de una gallina que ponía huevos de oro.

Efraín era todo lo contrario. Siempre alegre y ocurrente, aunque muy  poco dado al trabajo. Le gustaba mucho la música y era muy hábil tocando la cítara y el rabel. Era capaz de pasar horas y horas practicando hasta que llegó a ser un virtuoso en los dos instrumentos. Era demasiado generoso y parecía ignorar el valor de las cosas. Cuando nació, yo albergaba la ilusión de que un día ambos hermanos entrarían en el negocio y lo harían más grande; hasta me imaginaba el nombre de la empresa: "Simeón e hijos, tratantes de ganado", para que luego quedara como Hijos de Simeón, tratantes de Ganado. Pero pronto hube de desechar esta idea. Efraín a penas prestaba atención a mis explicaciones. Lo hacía todo con desidia y desgana y no era capaz de tomarse las cosas en serio y eso daba mala imagen a nuestro negocio. Por eso y por las rencillas entre los hermanos, tuve que dejar de traerlo con nosotros y quedaba feliz en casa tocando su música.

Procuré entonces darle unos estudios para pudiera ganarse la vida honestamente en un futuro, aunque fuera como sacerdote del Templo. Igual que hice con Simón,  le afilié al Partido Fariseo al que pertenecí toda la vida, con la esperanza de que pudiera prosperar merced a su simpatía y don de gentes hasta alcanzar algún cargo que le permitiera ganarse la vida. Sin embargo, su tendencia a la hilaridad chocaba con la gravedad imperante en el partido y terminó generándole mucho rechazo. Y es que, aunque lo de la política no deje de ser una pantomima, la imagen es tan importante como en este negocio de tratante de ganado.

Como pueden ver, la historia de mis hijos me recuerda mucho a aquella fábula griega que hablaba de una cigarra y una hormiga: estos eran Efraín y Simón. Y también a la de Abel y Caín.

Nada me extrañó aquel día, cuando Efraín me pidió su parte de la herencia poseído por la absurda idea de ir a Jerusalén a convertirse en una estrella de la música. De nada valieron razones y argumentos a cerca de lo difícil que resulta triunfar en el mundo de las artes. No tenía forma de ayudarle; una persona como yo no tenía contactos con el mundo de las artes. Tampoco el partido Fariseo podía servir de ayuda. Sus miembros, hombres barbados y con rizo y  partidarios de la ortodoxia más rígida, eran poco amigos de la música salvo en muy contadas ocasiones como bodas y fiestas de circuncisión. Al final hube de ceder ante la insistencia de Efraín y el silencio de Simón.

Fueron varios años de ausencia y congoja. Los negocios seguían marchando bien y  Simón adquiría cada vez mayor soltura y protagonismo, de modo que yo ya empezaba a pensar en un cómodo retiro. Aunque el chico mayor me acompañaba a todas las partes, no podía evitar que una añoranza me acompañara a cualquier lugar donde iba. ¿Qué sería de Efraín?. No había vuelto a saber nada de él desde su partida. Cada vez que regresábamos a casa esperaba que él estaría ahí, sentado en el quicio de la puerta haciendo música con su rabel. A solas, por la noche, a penas dormía imaginándome cuántas penurias podría estar sufriendo el muchacho tan lejos de su casa, sin que mis ruegos y oraciones pudieran aportarme un ápice de tranquilidad.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Blue & Black VIII

Aquel día de invierno, las campanas doblaban lánguidamente mientras banderas y estandartes pendían a media asta: la reina había muerto. Así, de repente, como sucede tantas veces que se tuercen los destinos. 

El reino se vestía de luto y se preparaba para un larga serie de ritos funerarios. El cadáver de la reina fue embalsamado y expuesto en en salón del trono para que sus súbditos pudieran rendirle un último adiós. Dos días más tarde, sería inhumada en el panteón familiar.

Había sido un día muy duro y Zarzarrosa se sentía agotada. A la pena que sentía la joven huérfana, se sumaba el cansancio por todo el tedioso protocolo que la obligaba a aguantar a pie firme vestida de luto junto al féretro expuesto en la capilla ardiente para recibir un monótono río de pésames y condolencias. Ya anochecido, Zarzarrosa se encontraba sola sola en su aposento y, además de triste y dolorida, se hallaba un tanto furiosa y desesperada. No podía soportar la actitud de indiferencia que mostraba su marido, que ni siquiera parecía capaz de privarse de juergas en un día como aquel. Cansada de esperarle aquella noche que tanto necesitaba compañía y consuelo, se metió en la cama llorando amargamente hasta que de puro agotamiento se quedó dormida.

A altas horas de la noche, la princesa acudió sobresaltada a abrir la puerta de su alcoba. Era un grupo de damas de la corte, encabezado por la mayor cotilla del reino, experta en toda la temática de lo que ahora se conoce como prensa del corazón. 

- Alteza, han sorprendido a vuestro marido a media noche, completamente borracho en el salón del trono profanando el cadáver de vuestra madre - le espetó sin poder reprimir una sonrisita de satisfacción- . 
- ¡No! - contestó Zarzarrosa estupefacta- .
- Lo han llevado a los calabozos. Aseguraba que intentaba despertarla, que quería resucitarla con un beso... aunque parece que luego pasó a mayores - seguía diciendo la sonriente cotilla-.
- ¿Qué quiere decir que pasó a mayores?.
- Vuestro marido había quitado la ropa al cuerpo de la reina y cuando le encontraron, él estaba también desnudo encima ella haciéndole cosas asquerosas.

A Zarzarrosa se le nubló la vista y notó un violento desgarro en su pecho. Buscó un punto de apoyo antes de caer fulminada por aquel duro golpe que con sonrisa de puta satisfecha le había ofrecido la cortesana. Otra vez parecía dormida, solo que esta vez sería para siempre.

El juicio se celebró inmediatamente. En su turno de palabra, el joven alegó que se encontraba muy apenado por la muerte de la reina a quien había llegado a tomar mucho afecto a fuerza de escuchar sus confidencias. 

- Cuando vi su cuerpo expuesto en la capilla ardiente, se me saltaron las lágrimas y me fijé en la profunda serenidad que irradiaba aquel rostro yacente. Me recordó a Zarzarrosa el día que llegué a este reino y creí que podría ser capaz de despertarla con un beso, tal y como hice entonces con su hija. Quizá fue el vino... había tomado algo...  En fin, comencé a besarla y me parecía sentir como sus labios se entibiaban. Deslicé mi mano a sus pechos... a su vientre... era aún tan hermosa... 
- ¡Basta! - interrumpió abruptamente el juez.

El resto del juicio le pasó desapercibido al joven. Ya no le importaba. A pesar de la gravedad de la situación, Azul se sentía dichoso por haber podido revivir aquel gozoso día cuyo recuerdo había ido perdiendo por una vida llena de estupideces, protocolos, recelos y absurdos requerimientos de un monarca imbécil.  Había sido como encontrar otra vez a Zarzarrosa tendida desnuda en su lecho durmiendo plácidamente. Y aquel momento en que sentía sus labios se entibiaban al calor de un apasionado beso volviendo así a la vida. Sólo que eso no ocurrió con la reina, aunque muchos súbditos repararon en la extraña plácida sonrisa que parecía adornar el rostro de la monarca yacente. 

Fue acusado de necrofilia y condenado a muerte.

Dos días más tarde, terminadas las exequias por madre e hija, fue sacado de los calabozos y conducido maniatado sobre su propio caballo hasta los confines del reino, donde aún quedaban algunos troncos resecos de aquellos rosales que habían anegado al reino. De uno de ellos, el verdugo colgó la soga que luego ató al cuello de Azul. En propio rey, con furia contenida se acercó al improvisado cadalso para fustigar violentamente al caballo del príncipe. Entonces el cuerpo de Azul quedó colgando ejecutando los movimientos convulsos de una danza macabra. 

Fruto de sus últimos estertores cayeron al sueño varias gotas de semen que germinaron haciendo crecer una mata de mandrágoras, la planta de cuya raíz brotan los peores sueños y cuyos frutos son conocidos como la manzana del diablo. El lugar se considera maldito en el reino y pocos son los que se atreven a acercarse. Las mandrágoras siguen hoy creciendo bajo el cadáver aún oscilante y momificado del joven que lleno de sadismo el rey ordenó dejar colgado hasta el fin de los tiempos.

Madre e hija duermen ahora en un mismo panteón, quizá esperando inútilmente un beso que les pueda devolver a la vida.

domingo, 26 de octubre de 2014

Blue & Black VII

Zarzarrosa y Azul no fueron felices. Tampoco comieron perdices. 

Su tan deseado matrimonio había empezado mal y aquel precedente marcó la vida de la pareja. El despertar de la noche de bodas tampoco resultó agradable. Azúl se había instalado en un sentimiento de rabia y frustración tal que los besos y caricias de Zarzarrosa a penas lograban apaciguar su enfado lo suficiente como para poderse entregar al amor. Su primer día de casados transcurrió con la pareja encerrada en su aposento envueltas en un áspero silencio. Nada pudo semejarse a la normalidad hasta que no pasaron algunas semanas y se atenuó la intensa perturbación que les producía el recuerdo de su noche de bodas. 

Con el paso del tiempo, el amor acabó convirtiéndose en una frustrante rutina, llena de cortapisas y pejiguerías debidas a la falta de intimidad y a las continuas intromisiones del rey en la vida de la pareja que siempre contaba con la dócil sumisión de la princesa a sus estúpidos dictados. En una corte llena de cotillas y chafarderos, cualquier nimiedad podía ser objeto de comentario y de escándalo. Por eso, la pareja debía amarse en silencio, evitando crujidos de somier, gemidos u otros ruidos sospechosos. Algo que perturbaba mucho su vida íntima desvitalizando cualquier ímpetu amoroso. Azul ya no disfrutaba de aquellos rutinarios y silenciosos encuentros, y cada día se le veía hundido en la más oscura de las zozobras. 

No tardaron en abundar mutuos reproches que se convirtieron en una moneda de uso común entre la pareja. Zarzarrosa se hallaba dolida por la actitud de alejamiento de su marido y éste por la ciega sumisión de su esposa a las estúpidas directrices que recibía de su padre. Además, el joven príncipe se hallaba marginado en la corte, alejado de cualquier tarea de gobierno sin que se contara con él para nada, viéndose relegado y despreciado tanto en público como en privado. A él, que estaba acostumbrado a tenerse que ganar y merecer cada cosa que deseaba, no le satisfacía nada aquella vida de regalo y holganza. 


Con un resentimiento cada vez mayor, se le veía vagar en solitario por calles y jardines cuando no frecuentaba tabernas y casas de mala nota en compañía de su escudero que, sin otro cometido que realizar, se había abandonado también a toda clase de vicios. Aquello era una inagotable fuente de rumores y comentarios dentro de la corte, lo que irritaba cada día más al monarca.

A falta de otra cosa que hacer, Azul comenzó a prestar oídos a las penas y los lamentos de la reina otras damas de la corte, frecuentando su compañía y convirtiéndose en su confidente. No era el único infeliz en aquel reino aparentemente apacible y con el corazón un tanto conmovido, trataba de engullir y mitigar aquellos dolores. Ávido de ganarse afectos, se sentía llamado a emplear su ternura y sensibilidad con intención de sacarlas de sus melancólicos letargos, lo que le valió algún que otro devaneo amoroso que duraba lo que tardaba en conocer más a fondo a la quejosa dama en cuestión hasta decepcionarse y hastiarse de ella. 

A Azul le costaba mucho entender la vida. Había llegado a confesar a su escudero una noche de parranda que cada vez entendía menos a las mujeres. Que como más le gustaban era dormidas, como cuando encontró a la propia Zarzarrosa o a Blancanieves. Pero despiertas, cada vez las soportaba menos. 

- El problema es que hablan, joder... que hablan... con lo ricas que están dormidas... o muertas... Pero no, joder, no... tienen que hablar y pedir y pedir... - había llegado a decir lleno de amargura y de alcoholes variados. 

Una profunda añoranza le iba invadiendo: cada día echaba de más menos aquella ilusión que le iluminaba cuando tanto deseaba a  Zarzarrosa, especialmente aquel sublime instante en que sus besos y su amor habían logrado despertar a la princesa. Sólo había sentido algo parecido el día en que encontró y besó a Blancanieves, aunque el amargo recuerdo que le había dejado aquella joven aún le acusaba una honda irritación. 

- ¿A esa?... A esa habría sido mejor dejarla dormir eternamente o, al menos, hasta que murieran esos condenados enanos, entonces podría haberse venido conmigo. ¡Valiente estúpida!

Blancanieves... ¿qué sería de ella?

Volvió a pedir permiso para hacer otro viaje y se dirigió a la casa de los enanos. Allí, en mitad del bosque encontró a Blancanieves completamente borracha y amargada, harta de ver como se encallecían sus manos y otras partes del cuerpo, mientras se ajaba su juventud sometida a la dulce tiranía de aquellos enanos. Había dejado de ser un problema para su madrastra, que ya no veía en ella rival en belleza.

- Por favor, llévame contigo, llévame lejos de aquí... haré lo que tu me pidas... lo que tú quieras... - Suplicó Blancanieves medio farfullando bajo los efectos del alcohol.
- Ya es tarde, princesa, ahora estoy felizmente casado - mintió Azul sólo para echar sal sobre las heridas- Tenéis aquello que habéis elegido.
- No te vayas, por favor, no te vayas... - Suplicó Blancanieves deshecha en lágrimas mientras casi se arrastraba por el suelo en pos del príncipe.

Azul hizo caso omiso, se dio la vuelta y partió otra vez al reino con una sonrisa de satisfacción por la venganza. Una sonrisa efímera que se evaporó en cuanto empezó a comprender que él tampoco tenía muchas esperanzas en su vida. Hubiera preferido encontrar a Blancanieves en la urna de cristal con los cadáveres de los enanos a su alrededor. Así habría podido despertarla, hacerla suya y llevársela lejos. Pero no tenía estómago para besar y cargar después con una alcohólica amargada y bulímica. Con sumo pesar comprendió que lo suyo eran las princesas dormidas o muertas, mientras que vivas cada vez le resultaban menos soportables. 


De regreso a aquel maldito reino, reanudó con mayor intensidad sus salidas nocturnas en las que cada vez corría más el vino y disfrutaba hasta el hastío de los encantos de las meretrices. Regresaba tambaleándose y apestando a alcohol a su aposento, donde le esperaba su esposa dándole la espalda, unas veces dormida y otras haciéndose la dormida llena de rabia.
A las mañanas, molesto por el aturdimiento y el dolor de cabeza, lamentaba su suerte. Sólo podía salvar de su vida aquel recuerdo, cada vez más borroso del día en que despertó a quien ahora era su esposa.Y así, una extraña fantasía se empezó a apoderar de su mente. Una obsesión que le atosigaba día y noche y que habría de llevarle a la desgracia.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Blue & Black VI

El viaje resultó demoledor. Poseído por una cólera ciega, Azul fustigó a su caballo sin piedad, cabalgando al galope hasta que reventó a la montura. Atrás había quedado su escudero. A paso vivo y maldiciendo continuó el resto del trayecto sin a penas descanso  hasta llegar a los umbrales del reino de Zarzarrosa.


Nada más llegar entró decidido al palacio sin que nadie osara detenerle y se plantó ante el rey. No tenía nada que perder, y no le importaba pasar el resto de su vida encerrado en una mazmorra o terminar con la cabeza separada del cuerpo. La princesa le correspondía a él porque le debía la vida, y aquel miserable rey le tenía que conceder su mano lo quisiera o no. Durante aquel borrascoso viaje había tenido tiempo suficiente para pensar qué era lo que tenía que decir.

- Majestad, vos me debéis la vida de vuestra hija y la de todo el reino. Exijo aquello que me corresponde, la mano de Zarzarrosa, porque su vida ahora me pertenece. Ya fue víctima de una maldición en otro tiempo, pues bien: si no cumplís conmigo como corresponde, seré yo quien lance otra maldición aún más cruel a ella, a vos y a todo vuestro maldito reino y, os lo aseguro, no habrá poder capaz de suavizarla o libraros de ella. Yo también sé de maldiciones. Guardaos de mi cólera.

El rey quedó tan turbado que no fue capaz de responder. Entonces Azul supo que había tocado la fibra sensible del miserable monarca: el miedo y se dio cuenta de que había logrado asustarlo y mucho.

- Sea - dijo por fin el rey-. Zarzarrosa será tu mujer, pero una cosa te digo: habrás de hacerla feliz y serle siempre fiel, de lo contrario te ahorcaré miserablemente. Los esponsales se celebrarán dentro de un mes. Esa es mi voluntad.

Aquel fue el mes más largo de su vida. El celoso rey, obcecado con que la muchacha llegara llena de pureza al matrimonio, volvió a rodear a la joven de aquellas tediosas ayas con objeto de preservar la virtud de Zarzarrosa. La alegría había vuelto a la cara de aquella princesa, aunque débil y sumisa, seguía al pie de la letra los mandatos paternos y sólo toleraba alguna furtiva caricia y algún que otro beso, siempre robado. Eran pequeños anticipos que, a pesar de su escasez, llenaban de felicidad el ánimo de Azul. 

Por fin llegó por fin el soñado día del desposorio. Empezaron con una interminable ceremonia religiosa que se prolongó a lo largo de una hora y media, llena de rogativas y peroratas sobre el significado del matrimonio y los deberes que contraían. A continuación una larga recepción llena de saludos, buenos deseos, besos y algún que otro estúpido consejo, antes de pasar a un banquete lleno de suculentos manjares y deliciosos vinos que a penas probaron porque su deseo era otro muy diferente y, también, por la molesta sensación de ser el centro de todas las miradas y saber que cualquier desliz podría generar un río de comentarios para el futuro. Tras los postres, llegó la hora del baile, que inauguró el nuevo matrimonio y que fue seguido de un agotador trasiego de parejas a fin de que el príncipe bailara con todas todas las damas  y Zarzarrosa con todos los caballeros invitados a la ceremonia. Había una auténtica obsesión en todo el reino porque todo saliera perfecto, sobre todo, después de las amargas consecuencias que trajo para todos el error que se cometió el día del bautizo de la princesa. 


Aún quedaron más firmas y más parabienes, antes de retirarse a su alcoba, no sin antes esperar a que el obispo bendijera habitación y lecho y a que las criadas inundaran las sábanas con pétalos de rosa y la estancia fuera perfumada.

Cuando por fin se encontraron solos, los jóvenes se desplomaron sobre la cama de puro agotamiento. Se miraron, esbozaron una sonrisa y comenzaron a besarse apasionadamente embriagados por el aroma que despedían las rosas frescas que llenaban toda la habitación. Parecían hallarse en el cielo cuando, de repente, llamaron a la puerta. Un tanto azorados, aunque aún vestidos, fueron a abrir; la sorpresa no pudo ser más desagradable: eran el mismísimo rey, el obispo y un escribiente acompañados de unos criados que portaban una mesa y tres sillas. 

- Es necesario dar fe de la consumación de este matrimonio.

De nada valieron las protestas del joven. Era preceptivo este trámite antes de dar por válido un matrimonio real. Así había sido desde la antigüedad. Tímidamente, Zarzarrosa pidió que les dejaran solos. Sin ningún miramiento, su padre le recordó a voz en grito las consecuencias de su desobediencia, de modo que humillada, aceptó aquel atropello con toda sumisión, como res destinada al sacrificio.

A penas pudieron consumar. Fue algo vergonzante y penoso. Una vez dada fe de la consumación, los ilustres caballeros se retiraron y la pareja quedó en aquella soledad, hacía unos momentos tan deseada. Zarzarrosa no dejaba de llorar. Y Azul quedó tendido boca arriba, con la mirada clavada en el techo y una agria expresión en su rostro. Había sido una amarga experiencia que marcaría el resto de sus días.

Blue & Black V

Fueron varios días de marchas forzadas hasta llegar al bosque donde antaño le habían indicado que se encontraba la princesa Blancanieves. Hacía varios días que, con un amargo sabor de boca, había dejado atrás el reino de Zarzarrosa. 

Ya empezaba a divisar el claro del bosque donde estaba instalada su capilla permanentemente ardiente, compuesta por una urna del más puro cristal que contenía el cuerpo de la muchacha, cuatro candeleros a cada esquina con sus cirios encendidos y flores, cantidades ingentes de flores cuya mezcla de fragancias resultaba un tanto perturbadora. A su alrededor había una guardia permanente compuesta por dos enanos, a los que se habían sumado los cinco restantes que con la cabeza descubierta y rostros lánguidos velaban a su princesa. No resultó tan difícil acercarse a la princesa. Respetuosamente, los enanos se hicieron respetuosamente a un lado, haciendo una especie de pasillo a medida que se iba acercando acercaba el príncipe a rendir homenaje a la finada.

La princesa se encontraba amortajada con una espléndida vestidura que habían confeccionado los propios enanos, engarzando piedras preciosas y brocados en oro sobre lo que había sido antaño una modesta vestimenta campesina. La joven poseía una gran belleza. Tenía un cabello largo y moreno perfectamente peinado en una hermosa melena. Tenía un rostro agraciado por unas finas facciones, destacando sus labios rojos sobre la palidez del cutis. 

Azul volvió a sentir aquel ardor dentro de su pecho que le empujaba inexorablemente a acercarse al cuerpo de la joven. Otra vez el imperioso deseo de besar aquellos labios rojos y carnosos le llevó a una especie de éxtasis donde el mundo quedaba reducido a una mínima burbuja que nada más englobaba dos cuerpos. Pidió a los enanos que abrieran la urna para depositar un respeutoso beso en el rostro de la princesa, algo a lo que los enanos parecían acceder de muy buena gana. Azul contempló embelesado la belleza de la muchacha y no pudo reprimir deslizar una caricia sobre su frío rostro. Acarició también sus cabellos y deslizó su mano bajo del cuerpo de la muchacha para incorporarla suavemente. Sin poderlo evitar, aferró sus labios a aquella deliciosa boca roja y, preso de un violento deseo, comenzó a besarla apasionadamente. Otra vez se obró el mismo milagro: la joven tosió expulsando un minúsculo bocado de fruta. El calor volvió a su cuerpo y correspondió ardientemente al beso del joven ya plenamente obnubilado por el deseo. Hasta que un coro de gritos jubilosos les arrancó de aquel éxtasis de amor. La joven se sobresaltó al darse cuenta de que no estaban solos. 

Las celebraciones fueron mucho más modestas en aquel lugar del bosque. Una deliciosa cena al aire libre a base de frutos, bayas y cervatillo asado que la princesa se negó a probar, pues de puro amor a todos los animalitos del bosque, se había hecho vegetariana. Hubo cantos, juegos y representaciones teatrales. Pero todo aquello le empezaba a  hastiar a Azul, que sólo pensaba en poder estar a solas con Blancanieves y amarla loca y apasionadamente.

Cuando terminó la fiesta, los jóvenes entraron en la casa. Azul se sentó a la mesa y apuraba lentamente una copa de licor, intentando controlar a duras penas el deseo que le atormentaba. Mientras, Blancanieves se afanaba en recoger la cocina y preparar las camas de los enanos, como si nada hubiera pasado. Azul esperaba impaciente un gesto de invitación de la princesa que no terminaba de llegar. Blancanieves salió un momento de la cabaña dejando al príncipe en compañía de los enanos que habían entrado en la casa. Se hizo un silencio un tanto incómodo. 

- Qué piensa hacer ahora su alteza – le preguntó el enano que parecía ejercer la autoridad en aquella casa.
- Pues… no lo sé. Me gustaría llevar a la joven princesa Blancanieves a mi reino, hacerla mi esposa y vivir a su lado el resto de mi vida.
- ¡Ohhhh! – dijeron casi a coro mudando su rostro a expresiones de pena y desolación.
- Verán… una princesa merece un palacio y una familia real…
- Ella es aquí nuestra reina... ésta, nuestra modesta cabaña, es su palacio y nosotros… todos nosotros somos sus súbditos que la aman con locura. Sería una pérdida enorme para todos nosotros.
- La quiero… me he enamorado de ella nada más verla - y ahí quedaron todos en silencio.

En ese momento regresó Blancanieves: 
- Alteza,  he preparado dos lechos para vos y vuestro escudero en el pajar que hay junto a los establos, espero que os resulte cómodo...

Una cierta zozobra pareció apoderarse de Azul, que pidió hablar a solas con la princesa. Ambos salieron fuera.

- Quiero que seas mi mujer, Blancanieves. - le dijo, mientras pasaba su brazo sobre sus hombros.
- Nooo... no puedo... no estoy preparada para nada de eso - dijo ella zafándose del abrazo.
- Vendrías a mi reino y allí te haría feliz.
- Ya soy feliz aquí con mis enanos. Ellos han sido mi familia desde hace tiempo, este bosque y sus criaturas son mi reino. No podría vivir lejos de ellos. No quiero ir a ningún reino - dijo Blancanieves poniendo una expresión dura y seria.
- Yo te llenaría de amor, y en mi reino serías amada y respetada. Ven, Blancanieves, yo sabré hacerte feliz.
- Tengo aquí todo el amor que puedo desear, no quiero ir a ningún otro lado. Aquí soy feliz.
- Pero no estás segura, Blancanieves, tu madre ya te ha intentado matar en otras ocasiones y ahora casi lo consigue. En mi reino estarías segura, yo te protegería. Anda, atrévete a este cambio que te propongo - imploraba el príncipe.
- ¿Y qué será de ellos...? Me necesitan tanto... Quédate tú con nosotros.

La persepectiva de vivir eternamente aislado en un bosque, rodeado de curiosos enanos y animalitos, recelando de cada visitante que se acercara a la casa no seducía en absoluto al joven Azul.

- Al menos, duerme conmigo esta noche... te amo... y no deseo otra cosa que besarte, besarte hasta que me sangren los labios y luego con infinita ternura, hacerte mía - proclamaba mientras intentaba abrazarla y besar otra vez sus labios.
- ¡No, de ninguna manera! - dijo Blancanieves dándole un violento empujón - No me voy a acostar ni contigo ni con nadie. Y aún te diré más. Esta es mi casa y no me pienso ir de ella, ni por ti, ni por todo el oro del mundo.
- ¡Me lo debes! - dijo Azul ya en voz muy alta -. ¡Yo te he devuelto a la vida, si no fuera por mí aún estarías en esa puta urna!
- ¡Yo no te pedí que lo hicieras, nadie te pidió que lo hiceras!, mira, igual era más feliz allí que ahora aguantando tus impertinencias. ¡Fuera!, ¡Largo de aquí, que aquí nadie te ha llamado! - y le dio un empujón que lo lanzó de espaldas contra el jergón.

Acto seguido, Blancanieves entró en la casa, terminó de recoger los cacharros, atizó el fuego, se puso su camisón y se acostó en su cama. Los enanos la imitaron al momento y las luces de la casa quedaron apagadas.

Una negra sospecha invadió el alma del joven. Era una imagen deplorable de una orgía con ocho participantes. Nunca quiso comprobarlo. 

- ¡Pues que te follen, y si es por los dos lados o por siete agujeros, mejor!- gritó desde la calle.

Sin decir más, Azul llamó a su escudero y en un doloroso silencio partieron aquella misma noche de la casa de los enanos. Volvería al reino de Zarzarrosa y haría valer sus derechos ante el rey.

jueves, 21 de agosto de 2014

Blue & Black IV

Una vez que el viento había barrido los restos de serpentina y confeti y los barrenderos limpiaron la ciudad, se hacía necesario recuperar toda la actividad, ausente durante cien largos años. Atrás quedaban fiestas y fiestas y fastos y los ecos de los "Te Deum" fervorosamente cantados. Había mucho trabajo por delante: reabrir caminos, retirar toda aquella maleza que se había secado milagrosamente y que sería de utilidad como leña para el invierno que se aproximaba. 

El rey comenzó a analizar la nueva situación política y económica tan diferente a como había quedado un siglo atrás. El reino había perdido toda la hegemonía de la que gozaba antes de aquella maldición. Era tiempo de restablecer alianzas y pactos. Reactivar la economía. Tomar decisiones políticas delicadas cara a reubicar al reino en el lugar que le correspondía dentro del orbe. Los tiempos habían cambiado, pero en esencia, la política seguía siendo la misma. Y en esa nueva política, se empezó a dar cuenta de que Azul era un estorbo.


Si bien es cierto que se sentía en la obligación moral de ofrecerle a su hija en matrimonio tras haber salvado al reino, sucedía que aquel príncipe, procedente de un reino modesto y gris, no era el pretendiente ideal Zarzarrosa, la única hija del rey; el análisis de la situación política indicaba que era más conveniente casar a la princesa con el príncipe heredero de algún reino vecino, estableciendo así una alianza firme y duradera. No podía ver con buenos ojos la simpatía que sentía la pequeña por aquel muchacho. Se hacía necesario alejarle de la corte, pero de un  modo suave, sin causar agravios.

Y así, las cosas se empezaron a poner difíciles para ambos jóvenes. 
La princesa pensaba día y noche en Azul, mientras rememoraba el regusto de aquel beso y aquellas placenteras caricias con las que despertó de nuevo a la vida. Pero cada día tenía menos tiempo para verle, ya que su padre se ocupó sobrecargarla de tareas de modo que le quedara muy poco tiempo libre para pensar en amoríos.

Azul, antaño héroe nacional, fue cayendo en un cierto ostracismo. Disponía de un lujoso aposento en palacio, pero no tenía ningún cometido a desarrollar. Su deseo de ver a la princesa quedaba perpetuamente insatisfecho, pues el celoso rey evitaba los encuentros a toda costa. Las pocas veces que podían verse, se encontraban rodeados de un abultado séquito de damas cortesanas, ayas y guardias que acompañaba a la joven con la orden estricta de no dejarla ni un momento a solas. Así mismo, el joven también se había percatado de que se encontraba bajo vigilancia día y noche. De este modo, los escasos encuentros que mantenían quedaron reducidos a una absurda conversación forzada e intranscendente que a penas podían mantener, mientras el deseo estrechaba sus gargantas. 

Finalmente, el celoso rey impuso el más duro de los candados a su hija: el del peso de la culpa. Cuando la princesa pidió a su padre que le dejara ver con más asiduidad al joven, el rey la dijo que eso no entraba en sus planes de futuro. Ante las protestas de la chica, el rey le espetó con toda dureza: 
  • Mira todo lo que pasó por culpa de tu desobediencia. Acuérdate de cuantas veces te habíamos dicho lo del huso. Pues bien, la niña tuvo que coger el huso, herirse y traer la maldición al reino - le reprochó levantando mucho la voz -. Ahora te digo que Azul no es adecuado para ti. Y ya está. Y se acabó la tontería. Y no se te ocurra desobedecer otra vez, que ya hiciste bastante daño en su día.

Zarzarrosa se retiró a llorar a sus aposentos, presa de una intensa amargura. No podía desobedecer otra vez y se veía obligada a renunciar a aquel amor. Después de cuatro días retirada del mundo, salió pálida y ajada, pero completamente sumisa.

Azul empezó a notar una actitud huidiza en la princesa. Cada vez que en los cada vez más escasos encuentros que podían disfrutar, intentaba deslizarle una caricia, burlando la estricta vigilancia, la joven lo rechazaba bruscamente presa de un terror incoercible. Azul no entendía aquellos desplantes y se sentía infinitamente desgraciado, pues le regresaban aquellos fantasmas pasados de inutilidad, de falta de atractivo, en fin, de no ser digno del amor de la joven, ni de nadie. Ella se lo intentaba explicar una y otra vez:


  • Claro que te amo, Azul, y no deseo otra cosa que seas mi esposo. Pero te ruego que no me toques, no me intentes besar, por favor.
  • ¿Ya no te gusto como aquel día? – preguntaba el joven muerto de angustia - ¿Es que ya no me deseas?.
  • Claro que te deseo, mi amor… pero no puedo… Tengo que obedecer a mi padre... ya hice bastante daño con mi rebeldía
  • Tú nunca hiciste daño, fue aquel hada Maléfica. 
  • No podemos seguirnos viendo – terminó diciéndole entre lágrimas- . Mi padre se opone a nuestro amor y no le puedo desobedecer... no puedo... - Y rompío a llorar amargamente.
  • Zarzarrosa... - Y tendió una mano para acariciar su mejilla
  • ¡No me toques!, ¡Vete!... ¡Vete, por favor...!
Y se marchó veloz gimiendo de dolor.

Azul se retiró lleno de amargura y buscó la compañía de su escudero que le acompañó a los bajos fondos, a oscuras tabernas buscando consuelo entre vinos ásperos y agrios. Su escudero intentó animarle llevándole a un desolado burdel, pero fue completamente inútil. Sobre aquella meretriz ruda y maloliente, trató de apoyarse en el recuerdo de aquel beso, hasta que la voz estropajosa de la mujer le regresó a aquella sórdida realidad. Entonces perdió el deseo y su cuerpo respondió con un humillante gatillazo. No quiso volver a repetir la experiencia.

Poco a poco, se iban desvaneciendo en su memoria las huellas de la tersura que aquellos labios, la belleza de aquel cuerpo, aquellos senos blandos, aquel pubis tan suave. Y sobre todo, aquel calor que recobraba el cuerpo de la muchacha con sus besos y sus caricias. Recuerdos que terminaban debilitándose aún más en un estéril onanismo.

Azul se encontraba cada día más triste y desesperado. Entonces, para gran alivio del rey, pidió permiso para hacer un viaje, argumentando que quería visitar a sus padres después de tanto tiempo de ausencia, aunque en realidad, sólo quería huir de aquella amargura y de aquel aburrimiento que le estaban consumiendo.

Y partió de nuevo con su escudero, pero esta vez con un destino muy concreto. Despechado y algo furioso, había decidido que irían esta vez en pos de la otra princesa durmiente, la que yacía en su urna de cristal, rodeada de enanos. Por muy desagradables que éstos fueran, difícilmente superarían la altivez y la majadería de los monarcas de aquel vanidoso  reino. 

Atrás quedaba su amada Zarzarrosa, viéndole partir entre lágrimas tras la ventana de su aposento.