lunes, 17 de noviembre de 2014

El padre del hijo pródigo II

Volví a alcanzar la felicidad aquel día, cuando Efraín regresó a casa. Había llegado un mendigo a la hacienda herido y maltrecho. Los criados intentaban ahuyentarlo a pedradas, como se solía hacer para disuadir a tanto indigente de venir a molestar. En fin, he de reconocer que por entonces yo también pecaba de avaricioso. Sin embargo, algo hizo que aquel día me acordara del pobre Efraín y se me ocurrió pensar que podría estar en esas mismas condiciones. Así que ordené a los siervos que le dejaran en paz y  le socorrieran en lo que pudiera necesitar.

Reconocí su mirada al momento. Estaba muy delgado y demacrado, sucio y herido, seguramente de las patadas y pedradas con las que acogían a los mendigos en otras haciendas. Era mi pobre Efraín. Una inmensa alegría desbordó mi pecho a la par que un profundo dolor por su desventura me hizo llorar con amargura. Arrodillado y bañado en lágrimas, Efraín me dijo:

- Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, sólo te pido que me acojas y me trates como al último de tus siervos.

¡Qué inmenso dolor me produjeron aquellas palabras!. Y cuánto dolor su fracaso y su derrota. ¿Cómo iba a degradar a mi propio hijo a la condición de siervo? Le levanté del suelo y le abracé otra vez bañado en lágrimas. Y grité a los siervos:

- Venga, traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies.

Y lleno de júbilo, fui a escoger el mejor novillo para sacrificarlo y celebrar una fiesta.al día siguiente, cuando regresara Simón, que estaba en viaje de negocios. Sí, iba a ser una gran fiesta por el regreso de mi amado Efraín. Llamaría a todos mis amigos y parientes; habría música y bailarinas.

Aunque aún no había llegado Simón, comenzó a sonar la música y Efraín enseguida cogió un rabel y empezó a inundar el aire de notas dulces en las que entreveía su angustia y toda su gratitud. Todos reían y bailaban.

Cuando llegó Simón, se sorprendió mucho al encontrar aquella algarabía en casa. Y su rostro se ensombreció cuando le explicaron el motivo.

- De modo que es porque ha vuelto ese desgraciado… ¡maldita sea su estampa!

Y se quedó sentado en el quicio de la puerta, lleno de rabia y negándose a entrar. En cuanto supe que había llegado, salí a la puerta y le quise abrazar todo alborozado para darle la buena noticia. Pero él rechazó mi abrazo, me lanzó una dura mirada y me dijo:

- Te he servido toda mi vida, jamás dejé de cumplir una orden tuya y tú nunca me has dado un  jodío cabrito para tener una fiesta con mis amigos. Y ahora que viene ese, que ha dilapidado tu herencia en tabernas y prostíbulos vas y matas para él el mejor novillo cebado. ¿A qué cojones viene esto?

- Simón, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Y un día todo este negocio será tuyo. Pero hoy es un día grande. Efraín ha regresado a casa. Mi amargura por su ausencia ha terminado y ha sido una gran alegría por que ese hermano tuyo que estaba muerto ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.
- Y ahora, ¿qué va a pasar?, otra vez a quedarse aquí a rascarse los cojones, como siempre, ¿no?, a comer la sopa boba y después ¿qué?, volverá a coger su parte de la herencia, ¿no?, la que a mí me correspondía, ?¿verdad?. Y el señorito a vivir como dios y yo aquí hecho un cabrón comprando y vendiendo camellos para mantener la casa ¿no?
- A ver, Simón… es hijo igual que tú. Tú vas a heredar el negocio algún día. Sabes hacerlo y hacerlo muy bien. Tu hermano, después de esta experiencia, asentará la cabeza, ya lo verás. Ahora tenemos que ayudarlo. Es tu hermano.
- ¡Y una mierda!. ¡Yo a ese cabrón no le doy ni un puto talento de lo que me toca, por mí que se joda y se busque la puta vida, me cago en dios!
- ¡No blasfemes, Simeón! Y recuerda que somos una familia y nos debemos los unos a los otros.
- ¡Yo no le debo nada a ese cabrón!, ¡que le jodan!. Y no te atrevas a tocar nada de mí parte. Si quiere vivir, que se gane la vida sacando mierda de los establos, ¡cojones ya!
- Simeón…

Pero no le pude decir más. Dio media vuelta y se marchó todo airado, haciendo aspavientos al aire.

Retorné a la fiesta un tanto compungido. Simón nunca me había faltado al respeto de esa manera. Me contagié de la alegría de la fiesta viendo como corría alegre el vino y todo el mundo disfrutaba de los manjares, la música y las danzas. Efraín sonreía mientras tocaba un rabel y yo me consolé pensando que pronto se le pasaría el enfado a Simón y más sereno podríamos razonar y hablar con calma.¡Qué gran equivocación la mía!

Fueron pasando los días sin que Simeón apareciera por casa. Efraín se mostraba dulce y servicial y todos los días tenía que disuadirle de su intención de trabajar. Aún estaba muy delgado y débil, así que pasaba la mayor parte del tiempo en casa tocando la cítara y el rabel, recordándome aquellos tiempos tan felices.

Hasta que llegaron ellos. Tres hombres barbados y llenos de rizos, con levita negra y sombrero. Zacarías el médico, Zenón el juez y Zebedeo el escriba y letrado. A todos los conocía de las reuniones del Partido. Me hicieron muchas preguntas, algunas difíciles de contestar y más aún en mi estado, algo achispado después de haberme excedido un poco en la degustación de aquel delicioso vino que había sobrado de la celebración del regreso.

Me preguntaron por el negocio, qué futuro pensaba darle. Si me parecía adecuado premiar la irresponsabilidad. Intenté explicarles el valor del perdón y la generosidad. Tuvimos una larga e interesante discusión, al más puro estilo judío. Y me pareció que se fueron complacidos.

Dos días después llegaron a casa los agentes del Sanedrín. Me acusaron de tener la mente enturbiada, sin duda fruto de mis muchos pecados. Luego me sacaron a la calle a rastras, me desposeyeron de mi negocio y de mi casa y me trajeron a este lugar apartado y vigilado, lleno de locos, leprosos y proscritos. Al mirar para atrás, vi como llevaban al pobre Efraín para venderlo como esclavo, mientras Simón repartía bolsas con dinero a Zenón, Zacarías y Zebedeo, que estaban parados delante de la puerta.Para él sería el dinero mejor invertido de su vida.

Hace algún tiempo, oí hablar de un nazareno que contaba esta misma historia, aunque con un final muy diferente. Fue juzgado por el Sanedrín y por el Pretor de Roma, por no sé qué blasfemias. Una de las frases que dijo en su declaración fue "mi reino no es de este mundo". Ya se nota, ya... Ya se nota.

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