martes, 11 de noviembre de 2014

El padre del hijo pródigo I

Me pueden llamar Simeón, aunque vale cualquier otro nombre. Pueden darme una edad en torno a los sesenta y tantos años. Llevo muchos años viudo, desde que mi pobre Sara muriera al poco de dar a luz al hijo menor. A lo largo de mi vida, logré amasar una magra fortuna con mucho trabajo y habilidad, trabajando como intermediario en la venta de todo tipo de ganado. Mi seriedad y rigor en el mercado me valieron el respeto y la confianza de gran parte de los ganaderos de la comarca. Mis comisiones eran las justas, ni más, ni menos. Nunca engañé a nadie a sabiendas y creo que me comporté honestamente con todo el mundo. Era respetado hasta por mis competidores, que no todos eran trigo limpio. Pero de quien les quiero hablar es de mis hijos.Tuve dos: Simón y Efraín.


Simón era el mayor. Siempre pensé que él sería mi sucesor en el negocio. Desde que era pequeño le llevaba a ferias y mercados y  poco a poco le fui instruyendo en los secretos de este oficio. Simón mostraba mucho interés y aprendía rápido y, aunque era sumiso y obediente, me preocupaba su propensión a la avaricia. Ya apuntaba maneras desde muy joven. Cada vez que terminábamos una transacción, me solía preguntar si no habría sido posible obtener un mayor beneficio. Entonces yo tenía que deshacerme en razones y argumentos para terminarle diciendo aquello de que la avaricia rompe el saco y, como decía mi madre, también da por el saco. Pero él parecía no entenderlo y eso me hacía temer que terminara arruinando el negocio, de la misma manera que le sucedió a los protagonistas de aquel cuento que hablaba de una gallina que ponía huevos de oro.

Efraín era todo lo contrario. Siempre alegre y ocurrente, aunque muy  poco dado al trabajo. Le gustaba mucho la música y era muy hábil tocando la cítara y el rabel. Era capaz de pasar horas y horas practicando hasta que llegó a ser un virtuoso en los dos instrumentos. Era demasiado generoso y parecía ignorar el valor de las cosas. Cuando nació, yo albergaba la ilusión de que un día ambos hermanos entrarían en el negocio y lo harían más grande; hasta me imaginaba el nombre de la empresa: "Simeón e hijos, tratantes de ganado", para que luego quedara como Hijos de Simeón, tratantes de Ganado. Pero pronto hube de desechar esta idea. Efraín a penas prestaba atención a mis explicaciones. Lo hacía todo con desidia y desgana y no era capaz de tomarse las cosas en serio y eso daba mala imagen a nuestro negocio. Por eso y por las rencillas entre los hermanos, tuve que dejar de traerlo con nosotros y quedaba feliz en casa tocando su música.

Procuré entonces darle unos estudios para pudiera ganarse la vida honestamente en un futuro, aunque fuera como sacerdote del Templo. Igual que hice con Simón,  le afilié al Partido Fariseo al que pertenecí toda la vida, con la esperanza de que pudiera prosperar merced a su simpatía y don de gentes hasta alcanzar algún cargo que le permitiera ganarse la vida. Sin embargo, su tendencia a la hilaridad chocaba con la gravedad imperante en el partido y terminó generándole mucho rechazo. Y es que, aunque lo de la política no deje de ser una pantomima, la imagen es tan importante como en este negocio de tratante de ganado.

Como pueden ver, la historia de mis hijos me recuerda mucho a aquella fábula griega que hablaba de una cigarra y una hormiga: estos eran Efraín y Simón. Y también a la de Abel y Caín.

Nada me extrañó aquel día, cuando Efraín me pidió su parte de la herencia poseído por la absurda idea de ir a Jerusalén a convertirse en una estrella de la música. De nada valieron razones y argumentos a cerca de lo difícil que resulta triunfar en el mundo de las artes. No tenía forma de ayudarle; una persona como yo no tenía contactos con el mundo de las artes. Tampoco el partido Fariseo podía servir de ayuda. Sus miembros, hombres barbados y con rizo y  partidarios de la ortodoxia más rígida, eran poco amigos de la música salvo en muy contadas ocasiones como bodas y fiestas de circuncisión. Al final hube de ceder ante la insistencia de Efraín y el silencio de Simón.

Fueron varios años de ausencia y congoja. Los negocios seguían marchando bien y  Simón adquiría cada vez mayor soltura y protagonismo, de modo que yo ya empezaba a pensar en un cómodo retiro. Aunque el chico mayor me acompañaba a todas las partes, no podía evitar que una añoranza me acompañara a cualquier lugar donde iba. ¿Qué sería de Efraín?. No había vuelto a saber nada de él desde su partida. Cada vez que regresábamos a casa esperaba que él estaría ahí, sentado en el quicio de la puerta haciendo música con su rabel. A solas, por la noche, a penas dormía imaginándome cuántas penurias podría estar sufriendo el muchacho tan lejos de su casa, sin que mis ruegos y oraciones pudieran aportarme un ápice de tranquilidad.

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