jueves, 21 de agosto de 2014

Blue & Black IV

Una vez que el viento había barrido los restos de serpentina y confeti y los barrenderos limpiaron la ciudad, se hacía necesario recuperar toda la actividad, ausente durante cien largos años. Atrás quedaban fiestas y fiestas y fastos y los ecos de los "Te Deum" fervorosamente cantados. Había mucho trabajo por delante: reabrir caminos, retirar toda aquella maleza que se había secado milagrosamente y que sería de utilidad como leña para el invierno que se aproximaba. 

El rey comenzó a analizar la nueva situación política y económica tan diferente a como había quedado un siglo atrás. El reino había perdido toda la hegemonía de la que gozaba antes de aquella maldición. Era tiempo de restablecer alianzas y pactos. Reactivar la economía. Tomar decisiones políticas delicadas cara a reubicar al reino en el lugar que le correspondía dentro del orbe. Los tiempos habían cambiado, pero en esencia, la política seguía siendo la misma. Y en esa nueva política, se empezó a dar cuenta de que Azul era un estorbo.


Si bien es cierto que se sentía en la obligación moral de ofrecerle a su hija en matrimonio tras haber salvado al reino, sucedía que aquel príncipe, procedente de un reino modesto y gris, no era el pretendiente ideal Zarzarrosa, la única hija del rey; el análisis de la situación política indicaba que era más conveniente casar a la princesa con el príncipe heredero de algún reino vecino, estableciendo así una alianza firme y duradera. No podía ver con buenos ojos la simpatía que sentía la pequeña por aquel muchacho. Se hacía necesario alejarle de la corte, pero de un  modo suave, sin causar agravios.

Y así, las cosas se empezaron a poner difíciles para ambos jóvenes. 
La princesa pensaba día y noche en Azul, mientras rememoraba el regusto de aquel beso y aquellas placenteras caricias con las que despertó de nuevo a la vida. Pero cada día tenía menos tiempo para verle, ya que su padre se ocupó sobrecargarla de tareas de modo que le quedara muy poco tiempo libre para pensar en amoríos.

Azul, antaño héroe nacional, fue cayendo en un cierto ostracismo. Disponía de un lujoso aposento en palacio, pero no tenía ningún cometido a desarrollar. Su deseo de ver a la princesa quedaba perpetuamente insatisfecho, pues el celoso rey evitaba los encuentros a toda costa. Las pocas veces que podían verse, se encontraban rodeados de un abultado séquito de damas cortesanas, ayas y guardias que acompañaba a la joven con la orden estricta de no dejarla ni un momento a solas. Así mismo, el joven también se había percatado de que se encontraba bajo vigilancia día y noche. De este modo, los escasos encuentros que mantenían quedaron reducidos a una absurda conversación forzada e intranscendente que a penas podían mantener, mientras el deseo estrechaba sus gargantas. 

Finalmente, el celoso rey impuso el más duro de los candados a su hija: el del peso de la culpa. Cuando la princesa pidió a su padre que le dejara ver con más asiduidad al joven, el rey la dijo que eso no entraba en sus planes de futuro. Ante las protestas de la chica, el rey le espetó con toda dureza: 
  • Mira todo lo que pasó por culpa de tu desobediencia. Acuérdate de cuantas veces te habíamos dicho lo del huso. Pues bien, la niña tuvo que coger el huso, herirse y traer la maldición al reino - le reprochó levantando mucho la voz -. Ahora te digo que Azul no es adecuado para ti. Y ya está. Y se acabó la tontería. Y no se te ocurra desobedecer otra vez, que ya hiciste bastante daño en su día.

Zarzarrosa se retiró a llorar a sus aposentos, presa de una intensa amargura. No podía desobedecer otra vez y se veía obligada a renunciar a aquel amor. Después de cuatro días retirada del mundo, salió pálida y ajada, pero completamente sumisa.

Azul empezó a notar una actitud huidiza en la princesa. Cada vez que en los cada vez más escasos encuentros que podían disfrutar, intentaba deslizarle una caricia, burlando la estricta vigilancia, la joven lo rechazaba bruscamente presa de un terror incoercible. Azul no entendía aquellos desplantes y se sentía infinitamente desgraciado, pues le regresaban aquellos fantasmas pasados de inutilidad, de falta de atractivo, en fin, de no ser digno del amor de la joven, ni de nadie. Ella se lo intentaba explicar una y otra vez:


  • Claro que te amo, Azul, y no deseo otra cosa que seas mi esposo. Pero te ruego que no me toques, no me intentes besar, por favor.
  • ¿Ya no te gusto como aquel día? – preguntaba el joven muerto de angustia - ¿Es que ya no me deseas?.
  • Claro que te deseo, mi amor… pero no puedo… Tengo que obedecer a mi padre... ya hice bastante daño con mi rebeldía
  • Tú nunca hiciste daño, fue aquel hada Maléfica. 
  • No podemos seguirnos viendo – terminó diciéndole entre lágrimas- . Mi padre se opone a nuestro amor y no le puedo desobedecer... no puedo... - Y rompío a llorar amargamente.
  • Zarzarrosa... - Y tendió una mano para acariciar su mejilla
  • ¡No me toques!, ¡Vete!... ¡Vete, por favor...!
Y se marchó veloz gimiendo de dolor.

Azul se retiró lleno de amargura y buscó la compañía de su escudero que le acompañó a los bajos fondos, a oscuras tabernas buscando consuelo entre vinos ásperos y agrios. Su escudero intentó animarle llevándole a un desolado burdel, pero fue completamente inútil. Sobre aquella meretriz ruda y maloliente, trató de apoyarse en el recuerdo de aquel beso, hasta que la voz estropajosa de la mujer le regresó a aquella sórdida realidad. Entonces perdió el deseo y su cuerpo respondió con un humillante gatillazo. No quiso volver a repetir la experiencia.

Poco a poco, se iban desvaneciendo en su memoria las huellas de la tersura que aquellos labios, la belleza de aquel cuerpo, aquellos senos blandos, aquel pubis tan suave. Y sobre todo, aquel calor que recobraba el cuerpo de la muchacha con sus besos y sus caricias. Recuerdos que terminaban debilitándose aún más en un estéril onanismo.

Azul se encontraba cada día más triste y desesperado. Entonces, para gran alivio del rey, pidió permiso para hacer un viaje, argumentando que quería visitar a sus padres después de tanto tiempo de ausencia, aunque en realidad, sólo quería huir de aquella amargura y de aquel aburrimiento que le estaban consumiendo.

Y partió de nuevo con su escudero, pero esta vez con un destino muy concreto. Despechado y algo furioso, había decidido que irían esta vez en pos de la otra princesa durmiente, la que yacía en su urna de cristal, rodeada de enanos. Por muy desagradables que éstos fueran, difícilmente superarían la altivez y la majadería de los monarcas de aquel vanidoso  reino. 

Atrás quedaba su amada Zarzarrosa, viéndole partir entre lágrimas tras la ventana de su aposento.

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