lunes, 11 de agosto de 2014

Blue & Back III

Fue un viaje realmente duro. A medida que se acercaban al palacio, las zarzas y los rosales se volvían más y más tupidos. Los tallos se volvían duros troncos provistos de ramas leñosas y agudas espinas capaces de ensartar a más de un hombre. Varias veces melló su espada al emplearla a modo de machete contra la maleza. Llevado por esa tenacidad que le habían imprimido a sangre y fuego, peleó varios días contra la maleza para por fin atravesar sus puertas. Fuera, quedaba vigilante su escudero.


Tal y como le habían contado, el palacio se hallaba encantado, poseído por un pesado sueño. Comprobó que todos sus moradores dormían profundamente, mientras recorría una a una todas las estancias: caballerizas, puestos de guardia, dormitorios de la tropa, cocinas, salones... Atravesó el salón del trono que se hallaba completamente vacío. Pasó por las estancias de los reyes y criados. Al final entró en el aposento de la princesa. La muchacha yacía en un lecho con dosel del que colgaban unos mosquiteros. La alcoba, ricamente amueblada, tenía en las paredes varios retratos de los reyes y otros cuadros que representaban bodegones, escenas de caza y hermosos paisajes primaverales. El príncipe se quedó un rato absorto viendo tan hermosas pinturas, hasta el punto de estar a punto de olvidar a lo que había ido hasta allí. Hasta que volvió los ojos al lecho donde dormía la bella princesa. Tras apartar las telas, quedó deslumbrado por lo que encontró entre las sábanas.


Poco sabía el príncipe, de las cosas de hombres y mujeres, pero se quedó embelesado mientras contemplaba aquella bellísima joven. Calculó que más o menos tendría su misma edad. Le deslumbraron sus dorados cabellos, la delicadeza de las facciones de su rostro, adornado por una perfecta nariz. Su boca bien dibujada, franqueada por unos deliciosos labios rojos como la fresa. Su gesto irradiaba la placidez de los sueños de las vírgenes. Deslizando la sábana hacia abajo, fue descubriendo el cuerpo que reposaba completamente desnudo en posición yacente con las manos pequeñas y estrechas, con unos dedos largos y perfectos que se encontraban entrelazados sobre un cuerpo fino y delgado. Al aire quedaron sus senos, del tamaño justo de una almuenza, medida empleada en su reino consistente en la cantidad de grano que cabe en la concavidad de la mano. 

Se sentía como en un estado de trance arrobado por la belleza que estaba contemplando. Sus manos se dirigieron a acariciar aquellos cabellos, suaves y sedosos y como si tuvieran vida propia, recorrieron las facciones de su rostro, su cuello y luego el cuerpo frío de la joven. Cerró los ojos al sentir la suavidad de aquella piel, a penas provista de vello mientras su mano se deslizaba sobre su cuello, sus hombros y sus senos, donde se entretuvo un buen rato con deleite, comprobando una y otra vez la tersura y el justo tamaño de los mismos. 

Continuó deslizando la sábana y encontró un vientre casi plano, con un ombligo perfectamente redondo, luego unas piernas finas y bien torneadas que degustó con la punta de los dedos que serpenteaban sobre sus muslos, sus rodillas, sus tobillos hasta los dedos de sus pies, para regresar lentamente en la dirección contraria. Finalmente puso su mano en el hermoso pubis de la muchacha, bellamente adornado por una mata de vello igualmente rubio espesa y suave. 

Una intensa presión en sus partes más masculinas empezó a acuciar al joven. Y otro deseo tomo cuerpo en aquel momento. Poseerla, hacerla suya. Abrazarla y entrar dentro de ella. Ya despojado de buena parte de sus vestiduras, se colocó sobre la joven y deseó besar con frenesí aquella suculenta boca delimitada por esos labios de fresa. 

Entonces fue cuando sucedió el milagro. Los labios de la joven fueron tomando el calor de los de Azul y, poco a poco, se le iba entibando el cuerpo hasta que por fin se despertó sorprendida. Encantada y complacida por semejante despertar, también ella se lanzó a besar aquella boca dulce y carnosa, mientras sentía la electricidad que le provocaban aquellas caricias sobre sus senos que poco a poco iban bajando por su vientre en dirección a un clítoris que empezaba a vibrar invitando al joven a franquear aquella virgen frontera. La joven abrió los ojos mientras exploraba con la lengua el interior de la boca del muchacho. Ambos comenzaban a gemir y suspirar de puro goce.

Sin embargo, poco duró aquel deleite. De repente, un coro de gritos los sacó de tan tierna escena. Criados, soldados, sirvientes y también los reyes se habían despertado a la vez que la princesa. Se separaron sobresaltados y el joven empezó a vestirse precipitadamente. No pudo ser en aquel momento.

Azul apoyó su espalda en la pared amenazado por las lanzas de los soldados que preguntaban qué hacía allí ese intruso. Después de prenderle le llevaron a las mazmorras donde pronto se vio acompañado por su escudero. Tras unos días de encierro, fue conducido ante el rey y pudo explicar su historia. El rey, celoso y desconfiado, lo devolvió a prisión hasta comprobar cada detalle de la declaración de Azul. Al cabo de algunas semanas, el mismísimo rey, acompañado de su esposa, de la joven princesa y del resto del séquito real,  bajaron a abrirles la puerta de la celda, para acompañarles hasta los reales aposentos que empezaban a ser restaurados.

Fueron varios días de celebraciones, galas y homenajes a Azul y su escudero, ahora convertidos en héroes nacionales. Pero Azul no pensaba en otra cosa que no fuera volver a sentir contra su cuerpo la suave piel de la princesa Zarzarrosa. Acariciar sus cabellos, degustar aquellos senos… y terminar de consumar aquel deseo tan intenso que le había embargado días atrás. La joven también miraba tiernamente a su benefactor y le dedicaba sus mejores sonrisas. Los reyes veían con buenos ojos aquella incipiente relación, sobre todo desde que conocieron el regio origen del muchacho. Todo sonreía y prometía felicidad para el futuro, después de todas las angustias del pasado y de los cien años de sueño profundo.

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