domingo, 21 de septiembre de 2014

Blue & Black VI

El viaje resultó demoledor. Poseído por una cólera ciega, Azul fustigó a su caballo sin piedad, cabalgando al galope hasta que reventó a la montura. Atrás había quedado su escudero. A paso vivo y maldiciendo continuó el resto del trayecto sin a penas descanso  hasta llegar a los umbrales del reino de Zarzarrosa.


Nada más llegar entró decidido al palacio sin que nadie osara detenerle y se plantó ante el rey. No tenía nada que perder, y no le importaba pasar el resto de su vida encerrado en una mazmorra o terminar con la cabeza separada del cuerpo. La princesa le correspondía a él porque le debía la vida, y aquel miserable rey le tenía que conceder su mano lo quisiera o no. Durante aquel borrascoso viaje había tenido tiempo suficiente para pensar qué era lo que tenía que decir.

- Majestad, vos me debéis la vida de vuestra hija y la de todo el reino. Exijo aquello que me corresponde, la mano de Zarzarrosa, porque su vida ahora me pertenece. Ya fue víctima de una maldición en otro tiempo, pues bien: si no cumplís conmigo como corresponde, seré yo quien lance otra maldición aún más cruel a ella, a vos y a todo vuestro maldito reino y, os lo aseguro, no habrá poder capaz de suavizarla o libraros de ella. Yo también sé de maldiciones. Guardaos de mi cólera.

El rey quedó tan turbado que no fue capaz de responder. Entonces Azul supo que había tocado la fibra sensible del miserable monarca: el miedo y se dio cuenta de que había logrado asustarlo y mucho.

- Sea - dijo por fin el rey-. Zarzarrosa será tu mujer, pero una cosa te digo: habrás de hacerla feliz y serle siempre fiel, de lo contrario te ahorcaré miserablemente. Los esponsales se celebrarán dentro de un mes. Esa es mi voluntad.

Aquel fue el mes más largo de su vida. El celoso rey, obcecado con que la muchacha llegara llena de pureza al matrimonio, volvió a rodear a la joven de aquellas tediosas ayas con objeto de preservar la virtud de Zarzarrosa. La alegría había vuelto a la cara de aquella princesa, aunque débil y sumisa, seguía al pie de la letra los mandatos paternos y sólo toleraba alguna furtiva caricia y algún que otro beso, siempre robado. Eran pequeños anticipos que, a pesar de su escasez, llenaban de felicidad el ánimo de Azul. 

Por fin llegó por fin el soñado día del desposorio. Empezaron con una interminable ceremonia religiosa que se prolongó a lo largo de una hora y media, llena de rogativas y peroratas sobre el significado del matrimonio y los deberes que contraían. A continuación una larga recepción llena de saludos, buenos deseos, besos y algún que otro estúpido consejo, antes de pasar a un banquete lleno de suculentos manjares y deliciosos vinos que a penas probaron porque su deseo era otro muy diferente y, también, por la molesta sensación de ser el centro de todas las miradas y saber que cualquier desliz podría generar un río de comentarios para el futuro. Tras los postres, llegó la hora del baile, que inauguró el nuevo matrimonio y que fue seguido de un agotador trasiego de parejas a fin de que el príncipe bailara con todas todas las damas  y Zarzarrosa con todos los caballeros invitados a la ceremonia. Había una auténtica obsesión en todo el reino porque todo saliera perfecto, sobre todo, después de las amargas consecuencias que trajo para todos el error que se cometió el día del bautizo de la princesa. 


Aún quedaron más firmas y más parabienes, antes de retirarse a su alcoba, no sin antes esperar a que el obispo bendijera habitación y lecho y a que las criadas inundaran las sábanas con pétalos de rosa y la estancia fuera perfumada.

Cuando por fin se encontraron solos, los jóvenes se desplomaron sobre la cama de puro agotamiento. Se miraron, esbozaron una sonrisa y comenzaron a besarse apasionadamente embriagados por el aroma que despedían las rosas frescas que llenaban toda la habitación. Parecían hallarse en el cielo cuando, de repente, llamaron a la puerta. Un tanto azorados, aunque aún vestidos, fueron a abrir; la sorpresa no pudo ser más desagradable: eran el mismísimo rey, el obispo y un escribiente acompañados de unos criados que portaban una mesa y tres sillas. 

- Es necesario dar fe de la consumación de este matrimonio.

De nada valieron las protestas del joven. Era preceptivo este trámite antes de dar por válido un matrimonio real. Así había sido desde la antigüedad. Tímidamente, Zarzarrosa pidió que les dejaran solos. Sin ningún miramiento, su padre le recordó a voz en grito las consecuencias de su desobediencia, de modo que humillada, aceptó aquel atropello con toda sumisión, como res destinada al sacrificio.

A penas pudieron consumar. Fue algo vergonzante y penoso. Una vez dada fe de la consumación, los ilustres caballeros se retiraron y la pareja quedó en aquella soledad, hacía unos momentos tan deseada. Zarzarrosa no dejaba de llorar. Y Azul quedó tendido boca arriba, con la mirada clavada en el techo y una agria expresión en su rostro. Había sido una amarga experiencia que marcaría el resto de sus días.

Blue & Black V

Fueron varios días de marchas forzadas hasta llegar al bosque donde antaño le habían indicado que se encontraba la princesa Blancanieves. Hacía varios días que, con un amargo sabor de boca, había dejado atrás el reino de Zarzarrosa. 

Ya empezaba a divisar el claro del bosque donde estaba instalada su capilla permanentemente ardiente, compuesta por una urna del más puro cristal que contenía el cuerpo de la muchacha, cuatro candeleros a cada esquina con sus cirios encendidos y flores, cantidades ingentes de flores cuya mezcla de fragancias resultaba un tanto perturbadora. A su alrededor había una guardia permanente compuesta por dos enanos, a los que se habían sumado los cinco restantes que con la cabeza descubierta y rostros lánguidos velaban a su princesa. No resultó tan difícil acercarse a la princesa. Respetuosamente, los enanos se hicieron respetuosamente a un lado, haciendo una especie de pasillo a medida que se iba acercando acercaba el príncipe a rendir homenaje a la finada.

La princesa se encontraba amortajada con una espléndida vestidura que habían confeccionado los propios enanos, engarzando piedras preciosas y brocados en oro sobre lo que había sido antaño una modesta vestimenta campesina. La joven poseía una gran belleza. Tenía un cabello largo y moreno perfectamente peinado en una hermosa melena. Tenía un rostro agraciado por unas finas facciones, destacando sus labios rojos sobre la palidez del cutis. 

Azul volvió a sentir aquel ardor dentro de su pecho que le empujaba inexorablemente a acercarse al cuerpo de la joven. Otra vez el imperioso deseo de besar aquellos labios rojos y carnosos le llevó a una especie de éxtasis donde el mundo quedaba reducido a una mínima burbuja que nada más englobaba dos cuerpos. Pidió a los enanos que abrieran la urna para depositar un respeutoso beso en el rostro de la princesa, algo a lo que los enanos parecían acceder de muy buena gana. Azul contempló embelesado la belleza de la muchacha y no pudo reprimir deslizar una caricia sobre su frío rostro. Acarició también sus cabellos y deslizó su mano bajo del cuerpo de la muchacha para incorporarla suavemente. Sin poderlo evitar, aferró sus labios a aquella deliciosa boca roja y, preso de un violento deseo, comenzó a besarla apasionadamente. Otra vez se obró el mismo milagro: la joven tosió expulsando un minúsculo bocado de fruta. El calor volvió a su cuerpo y correspondió ardientemente al beso del joven ya plenamente obnubilado por el deseo. Hasta que un coro de gritos jubilosos les arrancó de aquel éxtasis de amor. La joven se sobresaltó al darse cuenta de que no estaban solos. 

Las celebraciones fueron mucho más modestas en aquel lugar del bosque. Una deliciosa cena al aire libre a base de frutos, bayas y cervatillo asado que la princesa se negó a probar, pues de puro amor a todos los animalitos del bosque, se había hecho vegetariana. Hubo cantos, juegos y representaciones teatrales. Pero todo aquello le empezaba a  hastiar a Azul, que sólo pensaba en poder estar a solas con Blancanieves y amarla loca y apasionadamente.

Cuando terminó la fiesta, los jóvenes entraron en la casa. Azul se sentó a la mesa y apuraba lentamente una copa de licor, intentando controlar a duras penas el deseo que le atormentaba. Mientras, Blancanieves se afanaba en recoger la cocina y preparar las camas de los enanos, como si nada hubiera pasado. Azul esperaba impaciente un gesto de invitación de la princesa que no terminaba de llegar. Blancanieves salió un momento de la cabaña dejando al príncipe en compañía de los enanos que habían entrado en la casa. Se hizo un silencio un tanto incómodo. 

- Qué piensa hacer ahora su alteza – le preguntó el enano que parecía ejercer la autoridad en aquella casa.
- Pues… no lo sé. Me gustaría llevar a la joven princesa Blancanieves a mi reino, hacerla mi esposa y vivir a su lado el resto de mi vida.
- ¡Ohhhh! – dijeron casi a coro mudando su rostro a expresiones de pena y desolación.
- Verán… una princesa merece un palacio y una familia real…
- Ella es aquí nuestra reina... ésta, nuestra modesta cabaña, es su palacio y nosotros… todos nosotros somos sus súbditos que la aman con locura. Sería una pérdida enorme para todos nosotros.
- La quiero… me he enamorado de ella nada más verla - y ahí quedaron todos en silencio.

En ese momento regresó Blancanieves: 
- Alteza,  he preparado dos lechos para vos y vuestro escudero en el pajar que hay junto a los establos, espero que os resulte cómodo...

Una cierta zozobra pareció apoderarse de Azul, que pidió hablar a solas con la princesa. Ambos salieron fuera.

- Quiero que seas mi mujer, Blancanieves. - le dijo, mientras pasaba su brazo sobre sus hombros.
- Nooo... no puedo... no estoy preparada para nada de eso - dijo ella zafándose del abrazo.
- Vendrías a mi reino y allí te haría feliz.
- Ya soy feliz aquí con mis enanos. Ellos han sido mi familia desde hace tiempo, este bosque y sus criaturas son mi reino. No podría vivir lejos de ellos. No quiero ir a ningún reino - dijo Blancanieves poniendo una expresión dura y seria.
- Yo te llenaría de amor, y en mi reino serías amada y respetada. Ven, Blancanieves, yo sabré hacerte feliz.
- Tengo aquí todo el amor que puedo desear, no quiero ir a ningún otro lado. Aquí soy feliz.
- Pero no estás segura, Blancanieves, tu madre ya te ha intentado matar en otras ocasiones y ahora casi lo consigue. En mi reino estarías segura, yo te protegería. Anda, atrévete a este cambio que te propongo - imploraba el príncipe.
- ¿Y qué será de ellos...? Me necesitan tanto... Quédate tú con nosotros.

La persepectiva de vivir eternamente aislado en un bosque, rodeado de curiosos enanos y animalitos, recelando de cada visitante que se acercara a la casa no seducía en absoluto al joven Azul.

- Al menos, duerme conmigo esta noche... te amo... y no deseo otra cosa que besarte, besarte hasta que me sangren los labios y luego con infinita ternura, hacerte mía - proclamaba mientras intentaba abrazarla y besar otra vez sus labios.
- ¡No, de ninguna manera! - dijo Blancanieves dándole un violento empujón - No me voy a acostar ni contigo ni con nadie. Y aún te diré más. Esta es mi casa y no me pienso ir de ella, ni por ti, ni por todo el oro del mundo.
- ¡Me lo debes! - dijo Azul ya en voz muy alta -. ¡Yo te he devuelto a la vida, si no fuera por mí aún estarías en esa puta urna!
- ¡Yo no te pedí que lo hicieras, nadie te pidió que lo hiceras!, mira, igual era más feliz allí que ahora aguantando tus impertinencias. ¡Fuera!, ¡Largo de aquí, que aquí nadie te ha llamado! - y le dio un empujón que lo lanzó de espaldas contra el jergón.

Acto seguido, Blancanieves entró en la casa, terminó de recoger los cacharros, atizó el fuego, se puso su camisón y se acostó en su cama. Los enanos la imitaron al momento y las luces de la casa quedaron apagadas.

Una negra sospecha invadió el alma del joven. Era una imagen deplorable de una orgía con ocho participantes. Nunca quiso comprobarlo. 

- ¡Pues que te follen, y si es por los dos lados o por siete agujeros, mejor!- gritó desde la calle.

Sin decir más, Azul llamó a su escudero y en un doloroso silencio partieron aquella misma noche de la casa de los enanos. Volvería al reino de Zarzarrosa y haría valer sus derechos ante el rey.