domingo, 26 de octubre de 2014

Blue & Black VII

Zarzarrosa y Azul no fueron felices. Tampoco comieron perdices. 

Su tan deseado matrimonio había empezado mal y aquel precedente marcó la vida de la pareja. El despertar de la noche de bodas tampoco resultó agradable. Azúl se había instalado en un sentimiento de rabia y frustración tal que los besos y caricias de Zarzarrosa a penas lograban apaciguar su enfado lo suficiente como para poderse entregar al amor. Su primer día de casados transcurrió con la pareja encerrada en su aposento envueltas en un áspero silencio. Nada pudo semejarse a la normalidad hasta que no pasaron algunas semanas y se atenuó la intensa perturbación que les producía el recuerdo de su noche de bodas. 

Con el paso del tiempo, el amor acabó convirtiéndose en una frustrante rutina, llena de cortapisas y pejiguerías debidas a la falta de intimidad y a las continuas intromisiones del rey en la vida de la pareja que siempre contaba con la dócil sumisión de la princesa a sus estúpidos dictados. En una corte llena de cotillas y chafarderos, cualquier nimiedad podía ser objeto de comentario y de escándalo. Por eso, la pareja debía amarse en silencio, evitando crujidos de somier, gemidos u otros ruidos sospechosos. Algo que perturbaba mucho su vida íntima desvitalizando cualquier ímpetu amoroso. Azul ya no disfrutaba de aquellos rutinarios y silenciosos encuentros, y cada día se le veía hundido en la más oscura de las zozobras. 

No tardaron en abundar mutuos reproches que se convirtieron en una moneda de uso común entre la pareja. Zarzarrosa se hallaba dolida por la actitud de alejamiento de su marido y éste por la ciega sumisión de su esposa a las estúpidas directrices que recibía de su padre. Además, el joven príncipe se hallaba marginado en la corte, alejado de cualquier tarea de gobierno sin que se contara con él para nada, viéndose relegado y despreciado tanto en público como en privado. A él, que estaba acostumbrado a tenerse que ganar y merecer cada cosa que deseaba, no le satisfacía nada aquella vida de regalo y holganza. 


Con un resentimiento cada vez mayor, se le veía vagar en solitario por calles y jardines cuando no frecuentaba tabernas y casas de mala nota en compañía de su escudero que, sin otro cometido que realizar, se había abandonado también a toda clase de vicios. Aquello era una inagotable fuente de rumores y comentarios dentro de la corte, lo que irritaba cada día más al monarca.

A falta de otra cosa que hacer, Azul comenzó a prestar oídos a las penas y los lamentos de la reina otras damas de la corte, frecuentando su compañía y convirtiéndose en su confidente. No era el único infeliz en aquel reino aparentemente apacible y con el corazón un tanto conmovido, trataba de engullir y mitigar aquellos dolores. Ávido de ganarse afectos, se sentía llamado a emplear su ternura y sensibilidad con intención de sacarlas de sus melancólicos letargos, lo que le valió algún que otro devaneo amoroso que duraba lo que tardaba en conocer más a fondo a la quejosa dama en cuestión hasta decepcionarse y hastiarse de ella. 

A Azul le costaba mucho entender la vida. Había llegado a confesar a su escudero una noche de parranda que cada vez entendía menos a las mujeres. Que como más le gustaban era dormidas, como cuando encontró a la propia Zarzarrosa o a Blancanieves. Pero despiertas, cada vez las soportaba menos. 

- El problema es que hablan, joder... que hablan... con lo ricas que están dormidas... o muertas... Pero no, joder, no... tienen que hablar y pedir y pedir... - había llegado a decir lleno de amargura y de alcoholes variados. 

Una profunda añoranza le iba invadiendo: cada día echaba de más menos aquella ilusión que le iluminaba cuando tanto deseaba a  Zarzarrosa, especialmente aquel sublime instante en que sus besos y su amor habían logrado despertar a la princesa. Sólo había sentido algo parecido el día en que encontró y besó a Blancanieves, aunque el amargo recuerdo que le había dejado aquella joven aún le acusaba una honda irritación. 

- ¿A esa?... A esa habría sido mejor dejarla dormir eternamente o, al menos, hasta que murieran esos condenados enanos, entonces podría haberse venido conmigo. ¡Valiente estúpida!

Blancanieves... ¿qué sería de ella?

Volvió a pedir permiso para hacer otro viaje y se dirigió a la casa de los enanos. Allí, en mitad del bosque encontró a Blancanieves completamente borracha y amargada, harta de ver como se encallecían sus manos y otras partes del cuerpo, mientras se ajaba su juventud sometida a la dulce tiranía de aquellos enanos. Había dejado de ser un problema para su madrastra, que ya no veía en ella rival en belleza.

- Por favor, llévame contigo, llévame lejos de aquí... haré lo que tu me pidas... lo que tú quieras... - Suplicó Blancanieves medio farfullando bajo los efectos del alcohol.
- Ya es tarde, princesa, ahora estoy felizmente casado - mintió Azul sólo para echar sal sobre las heridas- Tenéis aquello que habéis elegido.
- No te vayas, por favor, no te vayas... - Suplicó Blancanieves deshecha en lágrimas mientras casi se arrastraba por el suelo en pos del príncipe.

Azul hizo caso omiso, se dio la vuelta y partió otra vez al reino con una sonrisa de satisfacción por la venganza. Una sonrisa efímera que se evaporó en cuanto empezó a comprender que él tampoco tenía muchas esperanzas en su vida. Hubiera preferido encontrar a Blancanieves en la urna de cristal con los cadáveres de los enanos a su alrededor. Así habría podido despertarla, hacerla suya y llevársela lejos. Pero no tenía estómago para besar y cargar después con una alcohólica amargada y bulímica. Con sumo pesar comprendió que lo suyo eran las princesas dormidas o muertas, mientras que vivas cada vez le resultaban menos soportables. 


De regreso a aquel maldito reino, reanudó con mayor intensidad sus salidas nocturnas en las que cada vez corría más el vino y disfrutaba hasta el hastío de los encantos de las meretrices. Regresaba tambaleándose y apestando a alcohol a su aposento, donde le esperaba su esposa dándole la espalda, unas veces dormida y otras haciéndose la dormida llena de rabia.
A las mañanas, molesto por el aturdimiento y el dolor de cabeza, lamentaba su suerte. Sólo podía salvar de su vida aquel recuerdo, cada vez más borroso del día en que despertó a quien ahora era su esposa.Y así, una extraña fantasía se empezó a apoderar de su mente. Una obsesión que le atosigaba día y noche y que habría de llevarle a la desgracia.