domingo, 6 de julio de 2014

Blue & Black II

Azul ya empezaba a sentirse cansado de vagar  pueblo en pueblo sin saber dónde ir. No tenía muy claro cuáles eran sus deseos; pero llevaba ya algún tiempo que se encontraba a disgusto; parecía durar demaisado aquella soledad en compañía de su escudero. Y así, por lo menos, un primer deseo empezó a tomar cuerpo: el de poder desear.


Su siguiente deseo nació en el destartalado figón de un pueblo recóndito y pequeño donde se habían detenido para a abastecerse. Allí, alrededor del lar, escuchó dos apasionantes historias que le excitaron enormemente su curiosidad. 

Sucedía que aquel pueblo se encontraba justamente en medio de dos países diferentes, que tenían en común la presencia de dos princesas durmientes.

A cien leguas hacia el oeste, había un misterioso reino encantado. Su historia, básicamente, consistía en que una jovencísima princesa, llamada Zarzarrosa, se había herido con un huso en un dedo de la mano, a partir de ahí, cayó en un profundo y misterioso sueño. Al parecer, hubo un hada de nombre Máléfica que se tomó muy a pecho un cierto desplante de la familia real y, en represalia, echó una maldición de muerte a la joven princesa, de modo que moriría al terminar la niñez. Tal maldición fue suavizada por otra hada que lo cambió por una especie de sueño eterno. Contaban que la hermosa muchacha yacía en su cama, en una de las cámaras del palacio, ya avejentado y semiderruido, rodeada de sus damas de compañía, sus padres, los ministros, los soldados y, en fin, todo el reino sumido en ese profundo y misterioso sueño que se había contagiado a todo el reino. Y así habían transcurrido cien años sin que nada hubiera cambiado. Además, la naturaleza, parecía velar por aquella quietud que imperante, pues se había creado una gran espesura de zarzas y rosales que, haciendo honor al nombre de la princesa, se había trasformado en una especie de muralla infranqueable. Muy pocos valientes se habían atrevido a atravesar aquella espinosa boscosidad y no se sabía de nadie que, hasta ahora, lo hubiera conseguido.

A cien leguas al este, había otro  misterioso país donde también una joven y bella princesa yacía en una urna de cristal, custodiada por unos señores enanos trabajadores y laboriosos que la habían tenido refugiada en su casa, a salvo de la hostilidad de la reina. No se sabía si la muchacha, de nombre Blancanieves, se hallaba dormida o muerta. Unos decían que la reina la había envenenado empleando una manzana. Otras versiones sostenían que la muchacha, en un fatal descuido, había comido de la llamada “manzana del diablo”, el fruto venenoso de la mandrágora, planta maldita de cuya raíz brotan los malos sueños. Fuera como fuese, la joven se desplomó nada mas morder la fruta. Y desde entonces yacía dentro de una hermosa urna de cristal en mitad del bosque celosamente custodiada por aquellos enanos.


Azul pasó la noche inquieto y agitado. Por fin, otro deseo tomaba forma: conocer alguna de aquellas bellas princesas durmientes. Estar a su lado, acompañarlas y, tal vez, intentar despertarlas. Sería tan hermoso devolver a cualquiera de ellas a la vida... Tal vez así, después de aquel esfuerzo, sería merecedor de su amor por los siglos de los siglos. Se imaginaba amado, admirado y respetado y siempre tendría la ventaja de saberse benefactor de la joven. Y pensaba también en la gratitud de sus padres... tendría esposa y, tal vez, podría llegar a ser rey. Tomó por fin la decisión de ir en pos de alguna de ellas, pero no sabía cuál escoger: ¿la princesa que dormía rodeada de espinas y zarzas, o la que reposaba en su urna rodeada de enanos?. 

Al amanecer, le dijo a su escudero:

- Vamos a ir hacia el oeste, hacia el reino de las espinas. 

Era de esperar. Su marcada timidez le hizo preferir luchar contra la exuberante y espinosa vegetación, antes que tenérselas que entender con unos enanos que, a lo peor, no eran nada amigables.

martes, 1 de julio de 2014

Blue & Black I

Azul llevaba varios meses errando por diferentes reinos en busca de
fortuna. Tan sólo le acompañaba su escudero, no llevaba ningún otro séquito. Era un príncipe vagabundo y solitario. 

Procedía de un pequeño y modesto reino que nunca había tenido mayores pretensiones que el vivir cada día. Hacía siglos que no se veían involucrados en ninguna guerra, dada la falta de ambición expansionista y su escasa implicación en alianzas o compromisos con otros países. El reino tampoco tenía nada de especial, así que nunca se vio involucrado en conflictos ni en los planes expansionistas de sus vecinos. En pocas palabras, vivían y dejaban vivir.

Tampoco era un reino donde la alegría campara a sus anchas. Los monarcas eran unas majestades muy suyas, tremendamente austeros y desaboridos que se negaban por sistema a organizar bailes, cacerías o fiestas. Se habían declarado enemigos acérrimos de boatos, lujos y apariencias. Habían educado a sus hijos en los más sólidos principios del valor del esfuerzo y el trabajo. Cualquier deseo, por nimio que fuera, tendría que ganarse a base de sudor hasta reunir los méritos suficientes para ser acreedores a ello. Movidos por el temor a que una vida fácil y llena de vicios los echara a perder, se habían obsesionado con la educación de los jóvenes hasta el punto de someterles a una agobiante vigilancia, con constantes reproches al menor fallo que cometieran. 


Azul era el menor de los hijos y habían sido particularmente rigurosos con él, por miedo a malcriarlo a base de consentirle. Por si tuviera poco con la fiscalización de sus padres, también tenía la de todos sus hermanos, con lo que fue creciendo inseguro, apático y taciturno. Podía ser muy voluntarioso en las cosas en las que se implicaba. Pero éstas eran cada vez menos; harto de considerar que cualquier deseo requería la realización de un enorme esfuerzo para completar la interminable lista de méritos, comprendió que era preferible dejar de desear. Así que se ganó la fama de joven apático e inútil, incapaz de hacer nada de provecho en la vida. Un reproche que llegaba amplificado por sus padres, hermanos y maestros.  

Nunca había tenido novia ni sabía lo que era estar íntimamente con una chica. Tenía un pánico cerval al rechazo. Para él significaría ser un inútil porque no había reunido méritos suficientes para verse premiado con el amor. O que no tenía suficiente atractivo, lo que, dado su carácter, era verdad. Así que tras algún pequeño desengaño que le hizo sufrir enormemente, decidió no volverse a arriesgar y decidió apagar la ilusión encontrar un amor, una pareja con quien compartir la vida. Por otra parte, esta empresa resultaba muy complicada en aquel reino aburrido, marchito y gris donde imperaba una tediosa y asfixiante carencia de vida social, incentivos y placeres.

Cuando llegó el día en que terminó su formación y sin ninguna esperanza ni interés por reinar, comprendió que allí no tenía nada que hacer. Pasaba los días en su cámara sin otra actividad que mirar a lo lejos por la ventana. Entonces, las críticas por su inercia y su abulia llegaron a hacerse absolutamente insoportables, hasta que llegó un día que, harto de tanta matraca, tomó la decisión de pedir permiso a sus padres para abandonar el reino en busca de fortuna. Cualquier cosa, lo que fuera con tal de huir de aquel hastío que cada día le ahogaba más y más.

Los reyes accedieron gustosos a su petición, satisfechos al pensar que ya era hora de que decidiera hacer algo de provecho. Pusieron en sus manos una bolsa con dinero para unos cuantos días de viaje – el resto tendría que ganárselo, como todo en la vida – y un hermoso caballo de raza árabe dócil, resistente y veloz si era necesario. No llevaría séquito, tan solo un escudero, uno de los pocos expertos en el manejo de las armas que había en el reino. 

Como era previsible, no hubo ninguna fiesta ni ceremonia de despedida en aquella mañana en la que ambos partieron sin rumbo fijo a la aventura.

Transcurría ya el otoño y habían recorrido varios países, pueblos y ciudades sin encontrar nada que mereciera la pena. Ambos eran gente de pocas palabras y solían cabalgar en silencio.