sábado, 10 de mayo de 2014

Thinker Bell

Campanilla ahuecó su falda y se sentó sobre la piedra. La estremeció el frío y la humedad que subía a través de sus posaderas, al contacto con la piedra. No llevaba bragas, nunca las había usado. No tenía más que su corto vestido verde de hada y sus dos pares de alas. Cruzó prudentemente sus piernas para que ningún niñato que pasara por allí pudiese ver sus intimidades.



Apoyó los codos en la rodilla elevada  y hundió su cabeza entre las manos con actitud cansina. Otra vez Wendy iba a llegar tarde. A ver qué quejas traería hoy. Lo de siempre: que si le había tocado limpiar los baños,  que si los Niños Perdidos haban dejado la habitación hecha un asco... Daba igual. Por una cosa o por otra, Wendy siempre llegaba tarde. Pero siempre, también, traía un termo con café caliente y una bonita caja de hojalata con deliciosas galletas caseras y barquillos siempre crujientes. Otras veces traía agua caliente y un delicioso té Earl Grey o un intenso Assam que resultaba una exquisitez con una nube de leche fría que Wendy, siempre previsora, también metía en otro termo dentro de la cesta. Nunca faltaba un detalle. El mantelito inmaculado, las servilletas y todo lo necesario para endulzar la bebida: azúcar blanco, moreno, sacarina, o algún otro edulcorante bajo en calorías. Wendy cuidaba el más mínimo detalle y, también sabía cuidarse, siempre hermosa y elegante.

Si no fuera por esos momentos, haría ya mucho tiempo que habría abandonado la Tierra de Nunca Jamás. Estaba más que harta de las chorradas del imbécil ese de Peter Pan. Al principio era divertido, atrevido, provocador. Siempre transgresor, rompiendo esquemas. Un adolescente encantador, luminoso, brillante y sagaz. Pero con el paso del tiempo, a medida que le fue conociendo, se dio cuenta de que no era más que un estúpido narciso. Siempre igual, día tras día. Un maldito creído prendado  de sí mismo que no hacía otra cosa que enrolarse en peligrosas aventuras para conquistar la admiración de sus huestes y mantener su status de gran capitán, como aquellos legendarios héroes que aparecen a lomos de un gran corcel de bronce en lo alto de un pedestal de mármol. Tratar con él, sobre todo en público era como tratar con un estúpido pavo real que agita su cola abierta paseando de un lado a otro del inmundo corral.


Sí, estaba más que harta de él. Ya no podía soportar sus estúpidas bromas que la hacían avergonzar en público. Ella lo había dado todo por Peter y a penas tenía ningún reconocimiento, más allá del “necesito tu polvo de hada, preciosa...” Era todo lo que sabía decirla como palabras de gratitud, con un par de palmaditas en sus diminutas nalgas para que soltara el preciado polvo que les hacía volar.

Campanilla miró su reloj de pulsera. No podía tardar mucho más. Se imaginaba a Wendy terminando de pasar la fregona por el suelo antes de preparar cuidadosamente la canasta con las bebidas y los dulces. Le entraron ganas de llorar.

El día de hoy había sido muy malo. El imbécil de Peter había vuelto a hacer lo de siempre. Una de sus aficiones favoritas. Se ponía en plan gracioso ante sus adeptos que se partían de la risa, enconces la llamaba con cualquier pretexto y cuando estaba lo suficientemente cerca, aprovechaba cualquier descuido del hada para levantarle las las faldas dejando a la vista sus nalgas y el rubio vello de su pubis mientras hacía comentarios chabacanos a cerca del color de sus ausentes bragas o llegar más lejos con insinuaciones a cerca de cómo se las  apañaba cuando tenía la regla, si entonces el polvo de hada se le volvía rojo y le valía para hacer pintadas en el aire, degradándola a la condición de un triste rotulador rojo. Entonces, Campanilla, humillada y avergonzada, huía volando como una flecha escarlata entre las risotadas de la peña.

Unas lágrimas de cristal bajaron por sus mejillas recordando el lance. ¡Maldito imbécil!.  El muy cretino no era tonto. Sabía con quien se podía meter. Con Wendy nunca lo hacía. Bien sabía que con ella no podía.

Wendy era como un ángel maternal que también sabía comprenderla y consolarla. Cuando Campanilla se sentaba frente a las Murallas a llorar sus amarguras, víctima de otra de esas chanzas, ella se sentaba a su lado, le pasaba el brazo por el hombro y acariciaba su cabeza. Ahora ya no la odiaba como antes. Hubo un tiempo en que eran rivales por conseguir el amor de ese estúpido. Pero ahora, eran compañeras en el desamor. Porque Wendy también estaba decepcionada. Amaba a Peter, al menos tanto como Campanilla, pero de otra manera. Porque Wendy, la pobre, no sabía otra cosa que ser como una madre. Y eso era lo único que Peter veía en ella: una madre laboriosa y servil que le hacía la comida y le mantenía la choza limpia y ordenada.



Eso sí, aquello tenía su precio. Wendy era la única persona en toda la isla que tenía el poder de dejar en ridículo al gran héroe. Porque Wendy, así sin pretenderlo conscientemente, era capaz de hacer con Peter lo mismo que éste hacía con Campanilla: ponerle en ridículo, sacar sus desvergüenzas al aire, su parte de niño malcriado e inseguro. Y lo hacía sin ningún recato, delante de toda su tropa, los Niños Perdidos y los hermanos de Wendy, con esa fina agresividad que sólo saben tener las madres. 

Peter respetaba a Wendy y nunca se había vuelto a atrever a llamarla a su lado con intención de ridiculizarla. Bien sabía que entnces ella sacaría su vena maternal y se empeñaría ajustarle las vestiduras, en abrocharle el cuello de la camisa, o quitarle el gorro y ordenar sus cabellos revueltos con el peine que siempre llevaba en su bolso, o reprocharle su olor corporal y empeñarse en perfumarle “¡Ay, Peter, es que hueles a chotuno…”. Y, entonces, sería él quien quedase en ridículo, entre las risas sofocadas de sus seguidores abrumado con tanto cuidado maternal. 

A la pobre Campanilla ya no la respetaba. El hada no era más que una compañera de juegos y aventuras. Una más de esos bobos que le siguen ciegamente a todas las partes. ¡Cuantas veces se había jugado la vida en sus estúpidas correrías!. ¡Cuántas veces había sido ella la que, al final, le había tenido que sacar las castañas del fuego!. Y todo, para al final se veía reducida a ser un reservorio de polvo de hada, una luz para su choza y una piedra más de ese estúpido pedestal sobre el que reposaba el sublime Peter Pan.

Ya veía acercarse a Wendy a paso moderado, comedida en todo, hasta en sus retrasos. Como siempre, hablarían de Peter, de sus defectos. Hablarían también de sus propias frustraciones, de tantos sueños rotos y estrellados contra las Murallas de la Tierra de Nunca Jamás, ahora convertidos en yerbas que crecen entre sus sillares. Hablarían de su intimidad con Peter, del deleite con que Wendy lo bañaba y aprovechaba para acariciar fugazmente su cuerpo y Campanilla de sus momentos de silenciosa compañía cuando lo le iluminaba la estancia mientras leía el periódico a ver qué noticias traía sobre él.  También compartirían las consabidas quejas de que Peter no sabe amar para concluir que, en realidad, no era capaz de amar otra cosa más que a sí mismo.

Lo que aún no entendía el hada era por qué le atraía tanto ese estúpido, hasta el punto de dilapidar su vida con él. Lo de Wendy era comprensible: Peter era un niño crecido y Wendy una madre. Pero ella... No lo entendía. La pobre hada no sabía que, en realidad, no era más que una luciérnaga. 

Sin bragas.